19 de octubre de 2025, 9:16:05
Opinión


¡Resucitó, no está aquí¡

Antonio Domínguez Rey


La controversia surgida a raíz de la notificación, hace poco tiempo, de la Conferencia Episcopal Española a los escritos teologales de Andrés Torres Queiruga remueve los cimientos del cristianismo. La Iglesia española se hace eco de las “consultas” realizadas por feligreses desconcertados ante ciertas afirmaciones del teólogo gallego. ¿Nuevo Prisciliano? Contravienen varios puntos de la dogmática secular y de la tradición histórica. Por el contrario, otros fieles, intelectuales y creyentes comunitarios de base, afirman encontrar alivio y fundamento de fe en las interpretaciones que Torres Queiruga hace de los misterios de la Revelación, salvación, humanidad de Cristo y la Resurrección.

Torres Queiruga es teólogo de sólida formación humanista y filosófica. Comprometido con el mundo de la fe a través de la historia, advierte una escisión profunda entre el modo de explicarla la Patrística y la Edad Media y las exigencias críticas formuladas a partir del Modernismo y la apertura del concilio Vaticano II. Consecuente con tal planteamiento, aplica el método hermenéutico y fenomenológico a los sucesos narrados en el Evangelio y los Hechos apostólicos. Si de lo redactado deducimos el estilo, modo y enfoque, la forma del decir, podemos obtener, dice Ortega y Gasset comentando un estudio de Rudolf K. Bultmann sobre los Evangelios Sinópticos, una aproximación objetiva de los hechos, lo dicho. Las narraciones evangélicas y las actividades apostólicas de los principales testigos de la vida de Jesús son también posteriores a aquellos relatos. Nos situamos en una atmósfera de vivencia mediada, testimonial, y por tanto histórica. Y en ella se basa la creencia cristiana.

El nacimiento de Jesús en Nazaret, los milagros realizados, cuyo testimonio se remite siempre a los cuatro evangelistas, la pasión sufrida a raíz del conflicto que su magisterio estableció con la ley judaica, la muerte en cruz, destinada a bandidos y malhechores, y especialmente la Resurrección tres días después de enterrado, son los hitos fundamentales de la mayor revolución histórica experimentada por la humanidad. La Semana Santa revive tales acontecimientos en todas las partes del mundo.

El teólogo Torres Queiruga intenta acercar la fe de estos testimonios al criticismo posmoderno con la intención de atraer a ella a los no creyentes, agnósticos y ateos. Esboza razonamientos propios y más acordes con la mentalidad crítica del revisionismo científico. Pretende un cambio radical de paradigma aplicando con rigor la exégesis al contexto de los primeros testimonios. Las expectativas creadas a raíz de la muerte de Jesús, sus promesas, avaladas por los hechos milagrosos, que los evangelistas repiten a menudo en sus relatos, habrían configurado un clima inmediato y especial de convicciones -“vivencias extáticas de una nueva presencia”- que no son, evidentemente, las de hoy día, tan lejanas ya en tiempo y espacio.

Podemos decir que el origen de los fenómenos se nos escapa, pues no hay medios para verificarlos fuera de los dichos atestiguados. No así, sin embargo, el fundamento. Y este es el de la creación del mundo y del hombre. Si la creación fuera un hecho aislado, acaecido en época remota, distante de cuanto sucedió después, más remota sería aún la hipótesis de su comprensión. Si la creación es, sin embargo, actual, continua, permanente, su acto sigue vivo y nosotros, hombres actuales, somos, como sea, presencia suya. Es acto de amor puro y, quien ama de veras, no abandona, aunque tal abandono acuciara al mismo Jesús en el instante de ser Cristo: el Abbá (Padre) final de la cruz. Tampoco oprime, sino que libera. Crea en libertad y hace libre al hombre. Por tanto, el acto creativo no puede anular la autonomía humana, que el hombre puede oponer incluso contra Dios.

En tal contexto sitúa Torres Queiruga el fenómeno cristiano: una creación constante de amor, de creadores, de tal modo que el mundo sigue configurándose en nosotros, por nosotros, a través de nosotros. Lo dice Juan (5, 17) y a este dicho se atiene el teólogo: “Mi Padre sigue obrando todavía y por eso obro yo también.” Descubrir este fenómeno dentro de uno mismo, “caer en la cuenta de” esta creación sería, y sintetizando mucho, el hecho y fundamento maravilloso de la divinidad redentora. Su Revelación. Juan evangelista confiesa también en el dintel del sepulcro, sin adentrarse, como Pedro, en él, que, al verlo vacío, creyó, es decir, cayó “en la cuenta de” la significación y sentido que las palabras de Jesús vivo tenían y actualizaban en ese momento.

Jesús crucificado, el Cristo, era y es la encarnación divina de la creación universal y, al mismo tiempo, la filiación, el Hijo del Padre, su Espíritu, pues en tales términos, y en diversas fases, lo presentan las escrituras sagradas. La preposición “de” del “caer en la cuenta de” es genitiva, engendradora. Salvaguarda el contenido de la fe, pero su modo de darse, hacerse efectiva, tiene grados, historia, y a cada momento le corresponde su grado de emergencia. Lo objetivo germina. La revelación continúa manifestándose. Las crisis de la humanidad agudizan su modo de instalación en las conciencias.

El hombre alejado de la creación, desconectado, diríamos, de la corriente creadora, no percibe el germen de su ser o lo sustituye, sintiéndolo, por otros atributos más pendientes de la evidencia sensible, inmediata, que de la contemplación silenciosa, paciente, o del amor activo, dinámico. Mitifica. Y Torres Queiruga se opone a una fe que dependa solo de pruebas objetivas.

Tal explicación, muy sucinta, no ofrecería mayor problema si no se planteara el hecho crudo de la Resurrección y su exégesis. Los griegos oían a los apósteles con atención, pero, cuando afirmaban que Cristo había resucitado, hacían mutis por el foro. Tal supuesto contradecía las leyes de la naturaleza.

El teólogo pretende salvar el orden de naturaleza más acá de los milagros y conciliar el fenómeno de resurrección con la muerte física. La cuadratura del círculo, que ni Dios mismo se planteó, aunque permita idearla. Cristo habría sido especialmente preservado de la muerte corpórea por un “acto trascendente que sustenta creadoramente la persona de Jesús.” No lo habría anulado la muerte, “sino que él mismo en persona seguía vivo y presente, aunque en un nuevo modo de existencia», dice el teólogo en Repensar la Resurrección, uno de sus libros más importantes. Y ese modo era algo muy distinto del nuestro, por lo que ningún sentido humano habría visto o tocado al Jesús redivivo.

He aquí el centro crucial de la cuestión. El asunto del posible cadáver de Cristo, que ojos y manos humanas habrían enterrado, carece de trascendencia ante el hecho mismo de la Resurrección, que sería “real, pero no física”. El entierro del cuerpo de Cristo y su posterior suerte -desapareció del sepulcro y nadie sabe cómo- no tendría especial importancia de fondo: “sea cual fuere el destino del cuerpo físico -del cadáver-, para la fe el resultado es exactamente el mismo”.

Unamuno se revelaría con todas sus fuerzas contra esta afirmación. Si no resucito con el cuerpo que ahora mismo siento, escribo, hablo, dudo, imagino, ¿qué Resurrección es esta? Estaríamos devaluando, una vez más, la creación de la carne humana, sentiente y sentida, el cuerpo y, con él, la naturaleza, pues el hombre es la criatura elegida, el único ser vivo capaz de formularse estas preguntas, hipótesis, o de creer en tales testimonios.

El teólogo tendrá que aclararnos el otro modo de presencia humana de Jesús. Si para salvaguardar la autonomía del hombre, su libertad, sacrificamos una parte de la creación, la del cuerpo, o la convertimos en modo real, pero no físico, presuponemos un concepto de realidad mágica, tan trascendente que el hombre no puede comprenderla por mucho que ahondemos en la creación que nos sostiene. Y si “la resurrección acontece en la misma cruz”, al margen de la carne torturada, la pregunta se impone: ¿no estaba ya resucitado, siempre vivo, pues la creación lo sostenía?

Es un hecho que nadie vio la Resurrección de Cristo, aunque después se presentara este, según diversos testigos, de otros modos corporales y espirituales. Las apariciones de Jesús post mortem confirman su universalidad humana, trascendente, al asumir diversas formas de hombre. Sin el hecho de la Resurrección confirmada por la palabra viva de los apóstoles, comprometidos con ella existencialmente, pues casi todos murieron de muerte violenta, “es vana nuestra predicación, es también vana nuestra fe”, afirma el apóstol Pablo (1 Cor 15, 14). Los creyentes serían “los más miserables de todos los hombres”, sigue reflexionando este judío converso. Sabía cuál era el precio de su aventura. Y el Papa actual, Benedicto XV, repite con más énfasis esta declaración: “Si Cristo no ha resucitado, el cristianismo es absurdo”.

Por eso resulta un tanto anacrónico que se insista más en la muerte de Jesús y en la imaginería yacente, sufrida, que en Cristo resucitado. Si la fe cristiana dependiera solo de la historia, no se hubiera mantenido tan firme. Cada creyente experimenta a su modo la presencia creadora, y a pesar de la muerte, o contando con ella. Jesús afirma que después no será como ahora. Ya no habrá familia ni lazos entendidos como los humanos. El sentir actual desaparece. Se transforma, por tanto, en otro orden de creación y existencia. ¿Por qué preocuparse entonces del cadáver?

Torres Queiruga no niega la Resurrección, pero la volatiliza, pues se trata, según él -se deduce-, de la continuación creadora del alma fuera ya del cuerpo. Un modo platónico, y hasta hegeliano, de entender este fenómeno del Nuevo Testamento. Dios no puede morir en ningún instante ni bajo ningún modo de existencia si es acto de creación pura. Más bien tendrán que explicarnos los teólogos qué atractivo especial tiene la creación del cuerpo humano para que Dios se haya encarnado en su propia criatura. Preocupación por lo muerto no, pero por lo vivo sí, y un cuerpo muerto ya no es carne viva.
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