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Opinión | |||
Castella ve el cielo azul |
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José Suárez-Inclán | |||
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Feria de otoño de 2009. Cartel de lujo ¿El cartel de lujo? Sol del 3 de octubre, de las cinco en punto, un sol que engaña, sol de marzo, de primavera isidril, sol imbatible, largo de junio, sol abrasador de verano… este sol del otoño que quiere quedarse, mientras la plaza se llena con un bullicio casi olvidado y los toreros toman la sombra en el portón de cuadrillas. Porque saben que este sol es para ellos. Sobre todo Castella, que en el paseíllo ensimismado adelantó el ritmo y se puso en la punta de la flecha, en formación de caza. Buscaba su segunda Puerta Grande. La primera, la de San Isidro, la había eclipsado el “cantar de los cantares” que escribió Morante con su capote en el aire de mayo madrileño. Así que cuando salió “Ventanero”, un colorado listón que sacó al picador de las rayas, lo echó a tierra, se montó sobre el caballo, lo pensó mejor, y se fue, Castella quitó con ajuste y sin alma por chicuelinas –son muy pocos los que pueden poner alma, o, en su defecto, gracia o al menos sal en una chicuelina- pero dejó media revolera que cayó desde arriba con vuelo de ave grande, y Curro Molina pareó como un clásico, dejándose ver. Castella, muy en Castella, lo esperó en el platillo con la muleta montada, lo llamó por detrás, cambió, dos derechazos y un remate bajo de desprecio que encendieron la plaza. Mejoró la marca en la siguiente serie, por naturales irreprochables y una trinchera de alta densidad entre la rotundidad de oles. Le ligaba los pases al toro en avioneta y volvió, con el sol intemporal de las grandes tardes, el murmullo a Las Ventas. Aún hubo de estremecernos con dos escalofríos -tan cerca se venía el toro-, uno de pecho largo y remates aguantando al toro que dudaba bajo la muleta, hasta que resolvía el francés con mando y el astado pasaba entre aclamaciones. Tres trincherillas volanderas cerraron la faena, y la estocada, fulminante y algo caída, dio paso a los trofeos, mientras la banda esparcía por el aire cálido notas de “La gracia de Dios”. Gran toro, gran torero. Dos orejas. Al sexto, “Ganador”, capote plano y bajo, ceñido, le ganaba terreno en los medios. Se excitó la plaza con Aparicio, que no tuvo su tarde, cuando fue a quitar al toro que le correspondía, y la herida de su fracaso puso en la cara del burel la verónica más torera de la tarde. Castella daba estatuarios –que no litrazos- y dibujó una trinchera para empezar. Luego ligó y embebió, templó y mandó, recibió oles, paró la brisa en las banderas que antes se habían movido como olas de mar en un teatro japonés y, aunque la mano diestra del torero seguía barriendo arena, el toro amainó la embestida. Se echó Castella encima, le invirtió un circular, y reactivó a la afición. Debió haberlo matado. Y cuando tomó el acero dejó media baja y comenzó a descabellar, el arroz se había pasado: lo hace en minutos; el toro, en segundos. Sonó un aviso. Pero Castella miraba ya a la Puerta Grande. Morante, pese a su lesión en la mano, toreó. Al segundo, un jabonero sucio, le hizo perder el tren de huesos haciendo curvas por dos verónicas de agua, y lo recompuso con media de vuelo pausado. Siguió jugando en el quite con chicuelinas, probó la tela en verónicas y un delantal, pero el toro enganchaba. Ni estaba el toro ni estaba Morante. Hubo una serie alada, de cintura mágica. Dejó media espada caída por sorpresa, cuando nadie miraba en la plaza, y la gente no sabía cómo responder. Cosas de poetas. Y de toreros. Como la verónica de Aparicio, que quiso adormecer la muleta en el cuarto una o dos veces. Pero la muleta se negó. El resto fue desconfiar de los sueños. |
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