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| Opinión | |||
Medio siglo de La dolce vita, de Federico Fellini |
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David Felipe Arranz | |||
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Rodada en 1960, no se estrenó en nuestro país hasta 1980 tras la calificación de obscena durante varios días y en feroz campaña por L’Osservatore Romano, publicación que llegó a hablar de cancelar la autorización dada por la censura e incluso de quemar el negativo y quitar el pasaporte a Fellini. Los periodistas ultracatólicos afirmaban que la vida retratada por el genio felliniano era obscena… pero ellos también sabían de la instantánea, sabían que la vida, en general, también lo es: obscena, sí, y tozuda, efímera, loca, maravillosa, contumaz, imperfecta, apasionada, única, contradictoria, vulnerable y absurda. Era el primer filme italiano que duraba tres horas y todo el mundo quiso que Fellini lo acortase. Molestó también a L’Europeo y Oggi, grandes periódicos que fueron “el espejo inquietante de una sociedad que se autocelebraba sin cesar, se representaba, se premiaba”, en palabras del propio cineasta. Contra toda esta aristocracia fascista y negra levanta Fellini un filme audaz y rupturista que apuntaba directo al corazón de la decadencia, una vieja Italia del Seicento a la que disfruta ridiculizando. Recordaba Fellini aquel momento tras el estreno en que una viejecita bajó de prisa de un lujoso Mercedes negro y, rechazando la ayuda de su chófer, atravesó a toda velocidad y vencida por la edad la Piazza Spagna, se aferró a la corbata del director de La Strada “como a la cuerda de una campana” y con el habla entrecortada por la carrera le gritó a la cara: “¡¡Más vale atarse una piedra al cuello y ahogarse en los más profundo del mar antes que escandalizar a la gente!!”. O aquella otra ocasión, cuando en una tarde de agosto vio en la puerta de una iglesia de Padua un enorme cartel con rayas de luto con la siguiente inscripción: “Roquemos por la salvación del alma de Federico Fellini, pecador público”. Todo era culpa de Federico Fellini, el hombre que se decía iba a rodar un documental sobre Via Veneto: cuando la noche del 21 de junio de 1958 se declara un incendio en el hotel Ambasciatore y cuatro guardarropas se arrojan por las ventanas que dan a Via Liguria, los periodistas dan a entender que Fellini había decidido, sin ninguna moral, incluir el siniestro en el montaje. Como los cuentos de Kafka o de Borges, el cine de Fellini propone la subsistencia del laberinto del ritual –siempre el rito, nunca lo auténtico, lastre del hombre que vive en sociedad– de un mundo que avanza a empellones sin cuestionarse el sistema. La multitud se abalanza sobre un pequeño árbol porque una niña dice que allí se ha aparecido la Virgen y los intelectuales introducen sonidos de la naturaleza en las casa por medio de una casete. La Dolce Vita recoge interminables procesiones, tráfagos de gentes que van y vienen con rumba y sin rumbo, recortados en la alborada de sus frustraciones y sus miedos con los acordes rítmicos y orquestales, bajo la mezcolanza de notas mágicas de Nino Rota. La historia desarticulada que rasga el velo sacrosanto del tradicionalismo: eso es el chapuzón de la exuberante Sylvia (Anita Ekberg) en la Fontana di Trevi mientras Marcello Rubini (Marcello Mastroianni) no puede por menos de adorarla. Su pasión por la belleza es irreversible, aunque le lleve a romper con su novia Emma (Ivonne Furneaux) y lo arroje al mundo en busca del ideal: la gélida Maddalena (Anouk Aimée) –que lo engaña en las salas de los discorsi seri mientras se besa con otro individuo–, Fanny y tantas otras mujeres hermosas… “Fiestas tan divertidas como funerales de primera clase”. “Quizás el sentido sea aventurarnos en el laberinto de cualquier modo y transformar la angustia en alimento para nosotros y los demás”, dijo Fellini cuando le preguntaron por su arte cinematográfico, que tiene mucho de Los Sueños de nuestro querido Francisco de Quevedo. Pero también es la angustia de Sastre la que palpita en cada fotograma, la que trata precisamente de exorcizar Marcello. Steiner (Alain Cuny), el intelectual, se suicida porque “Temo la pace più che un altra cosa”. El resultado excede el plan inicial, narrar una serie de cuadros anecdóticos sobre el arquetipo del periodista, y trasciende esa temperatura narrativa hasta el choque en el alma del cronista entre sensibilidad e inercia, deseo y persecución frustrante de una felicidad inasible que siempre se escapa. La película se cierra con Marcello Rubini solo, mirando entre aterrado, rendido y consternado el enorme pez-monstruo varado en la playa de Passo Oscuro, a treinta kilómetros al norte de Roma, episodio que remite a un hecho similar que presenció Fellini cuando era un niño, en la playa Miramere, en Rímini, en primavera de 1934. El espanto marino, cual alegoría del mal que emerge de las profundidades abisales, compone el retrato de pejesapo de un mundo aparentemente rutilante que arrastra las miserias de la posguerra para no desaparecer jamás. Es el preludio de Ocho y medio, el pórtico al escenario de la tragicomedia que nos toca vivir. |
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