|
|||
Opinión | |||
Los cabos de España |
|||
José Manuel Cuenca Toribio | |||
|
|||
Ha viajado poco el cronista por tierras extranjeras; en cambio, lo ha hecho mucho por las españolas. Con ello cumplió el sueño albergado desde los días en los que, en la escuela y en el Instituto, maestros y catedráticos -casi todos institucionistas más o menos represaliados- llenos de amor por su patria adorada, lo impulsaron a conocerla a él y a sus condiscípulos con sus vibrantes lecciones de geografía e historia. Gran deuda la de sus enseñanzas, que el articulista, con una animosa y ardida entrega a una y otra, se afanó por acortar hasta el último instante de su vida “útil”. En aras de la noble finalidad que persigue, el cronista tiene la esperanza de que se le disculpe el recurso, en una tribuna pública, a expresar intimidades y confidencias. Pero es el caso que la ilusión infantil de recorrer el curso de los principales ríos de la Península, de andar por las estribaciones más importantes de su suelo y del no menos entrañable y patricio de los dos archipiélagos y, finalmente, de otear el horizonte que se divisa desde sus cabos de mayor entidad, se vio cumplida antes de llegar a la senectud, la edad de todos los naufragios. Y, de todos los panoramas así gozados, ninguno tal vez más anímicamente percutiente y enriquecedor que el que el observado desde los cabos que marcan los puntos extremos de la geografía ibérica. Los situados en su solar natal, el de Gata y Punta Tarifa, lo engolfaron en una felicidad intransferible al tomar posesión de ellos en sus días moceriles, como le ocurriría, por la misma época, al pisar, con unción reservada a la edad de los sueños, los dominios del cabo Creus y de Machichaco. Tiempo ya adelante, el vehemente deseo concebido en las aulas escolares y bachilleriles logró satisfacerse por entero al contemplar, en visión única e irrepetible, desde el cabo Ortegal la conjunción del Cantábrico y el Atlántico. Tal privilegio se remató meses después con la visita, en la tierra hermana de Portugal, al paisaje avistado desde el cabo da Roca y, muy especial y estremecedoramente, al mítico, en las horas del otoño medieval y en las cenitales del primer renacimiento, cabo de San Vicente, “nido de águilas” de los nautas más audaces y expertos de Europa, pequeño continente famoso entre todos por su arrebatado amor al mar. Mas con ser inolvidable el horizonte atalayado desde todos y cada uno de los cabos geográficos mencionado, acaso ninguno pueda comparase con el atisbado desde el cabo Espartel. Aunque escasa, la perspectiva que desde su mirador se posee de la tierra y el cielo de la España continental resulta ser exclusiva en todos los planos. Sin añoranzas tingitanas ni califales y, menos aún, coloniales, la visión de España –la de una extensa porción del Bajo Guadalquivir y del Estrecho- desde tan incomparable mirador no halla parangón posible. La fuerza, la diversidad, la belleza y también un poco del misterio de la facies de España tienen allí un espejo esplendente. Rezumante en cualquier tiempo y lugar de emoción y nostalgia de su patria, el cosmopolita, trotamundos y ahincado federalista don Salvador de Madariaga fue siempre a la husma de comprobar personalmente la versión ofrecida por los pescadores de su Galicia acerca del intenso sabor a tierra peninsular percibido mar adentro de sus extensas costas. En los numerosos y vívidos recuerdos de que dejó memoria escrita, no llega a aclarar, como tendrá presente sin duda el lector de la mejor literatura suscitada por el legítimo sentimiento nacional, sí pudo verificarlo. En la duda, sus todavía numerosos gozadores de su escritura y rico pensamiento podrán encontrar el más óptimo de los sucedáneos en el balcón sin igual de Estaca de Vares. |
|||
El Imparcial. Todos los derechos reservados. ®2025 | www.elimparcial.es |