19 de octubre de 2025, 9:16:01
Opinión


La ciencia y Dios

Martín-Miguel Rubio Esteban


Las siempre difíciles relaciones entre la ciencia y el perfil religioso del hombre ( el “homo religiosus” de Emile Durkheim ) vuelven a salir en un magnífico libro: Los científicos y Dios, de Antonio Fernández-Rañada. La cuestión no volvía a aparecer con verdadera hondura y aparato bibliográfico desde que hace once años no viese la luz el magnífico libro de Gonzalo Puente Ojea, El mito del alma. Ciencia y Religión, uno de los grandes hallazgos de la filosofía de la ciencia española, que como suele ocurrir en este país de bárbaros brutalmente deslatinizados por el socialismo chato pasó inadvertido. La verdad es que siendo las “intenciones” de ambos autores totalmente distintas ( Puente Ojea es ateo – y humanista - y Fernández-Rañada creyente – y científico -), sin embargo, sus espléndidos libros acabados de citar son “científicamente” complementarios; modelos que a menudo usamos cuando intentamos dar alguna explicación “científica” a algunas realidades de la Naturaleza. Así, por ejemplo, el modelo del electrón supone que, a veces, se comporta como un corpúsculo puntual mientras que, en otras ocasiones, se manifiesta como una onda extendida en el espacio, similar a las que se producen en el agua cuando cae en ella una piedra. Se trata de dos aspectos contradictorios cuya coincidencia repugna a nuestra intuición, pues parece absurda que una cosa sea a la vez corpúsculo localizado y onda extendida, pero resulta que los dos son necesarios para describir el electrón. Para resolver esta paradoja, Niels Bohr propuso un nuevo principio lógico al que daba una gran importancia, el llamado principio de complementariedad, que afirma que en el análisis de la realidad hay que admitir la coincidencia de propiedades contradictorias e incompatibles que son, sin embargo, necesarias todas ellas para una descripción completa. Nombrado caballero en 1947 de la Orden del Elefante, máxima distinción en Dinamarca, Bohr puso en su escudo de armas “Contraria sunt complementaria”. Quizás Dios y el electrón de Bohr son realidades a las que no se podría aplicar el principium tertium exclusum de Aristóteles. Y son verdaderas tanto la obra de Gonzalo Puente Ojea como la de Antonio Fernández-Rañada, no siendo necesaria la intermediación de los agnósticos. Se llaman agnósticos quienes, aunque no encuentran motivos para creer en Dios, no niegan su posibilidad, sino que opinan que se trata de una cuestión que no puede ni podrá nunca ser resuelta porque transciende la razón humana. La palabra fue inventada en 1869 por el biólogo T. H. Huxley, uno de los grandes defensores de la teoría de la evolución, tras leer un texto en el que san Pablo cuenta haber visto un altar en Atenas con la inscripción AGNÔSTÔI THEÔI ( a un dios desconocido ). La ciencia y la religión parecen contradecirse como los aspectos continuo-ondulatorio y discreto-corpuscular de la luz, pero deben coexistir para una visión lo más certera posible del universo.

El principio de complementariedad de Bohr sugiere la cooperación de dos perspectivas “antitéticas” para explicar la misma realidad. Pues bien, algunos han creído que la ciencia y la religión se podrían ayudar mutuamente, y citan, por ejemplo, cómo durante la Revolución científica, el intento de comprender mejor la manera de actuar de Dios sobre el mundo fue uno de los estímulos de muchos grandes científicos. En esta línea, algunos llegaron a verlas como complementarias. Las relaciones entre conocimiento científico y fe religiosa son enormemente complejas y ricas y, además, lo que se entiende por ciencia y por religión no es algo fijo e inmutable, está sujeto a fluctuaciones y sus fronteras son móviles y difusas. Una de las dificultades es la diferencia entre religión e Iglesia, cuya variedad hace que cualquier generalización se enfrente a excepciones, contraejemplos o matices. Y otra es la diferencia entre ciencia y escuelas de ciencia o teorías de la ciencia. Ocurre a menudo que diferencias entre distintas escuelas científicas o religiosas se presentan como conflicto entre ciencia y religión. El paradigma es aquí el gran Newton, para quien la ciencia y la religión estaban integradas de modo armonioso en la filosofía natural, aunque es evidente para todos que aunque la ciencia y la religión impliquen cosmovisiones, hay entre ellas enormes diferencias que si no se subrayan caemos en el riesgo de hacer de la ciencia religión o de la religión ciencia, situaciones que ha conocido a menudo el mundo. Así, el materialismo científico ha terminado en dogmas con olor religioso no menos inquisitorial que el obispo anglicano Wilberforce cuando le preguntaba a Huxley, seguidor de Darwin, si descendía del mono por parte de padre o de madre, y el literalismo bíblico en una ciencia en la que sólo la violencia impedía el descubrimiento de su irracionalidad.

Carl Sagan, en los últimos años de su vida, solicitó de la ciencia y de la religión aliarse en la lucha contra “los crímenes contra la Creación”. Para este científico norteamericano los problemas implicados y las soluciones necesarias “tienen a la vez una dimensión científica y religiosa”. Y continúa en su llamamiento: “Como científicos, muchos de nosotros hemos tenido experiencias profundas de respeto y reverencia ante el universo. Nuestro hogar planetario debe considerarse sagrado y los esfuerzos por salvar el medio ambiente deben ser infundidos con una visión de lo sagrado. Esperemos que este llamamiento estimule un espíritu de causa común y acción conjunta entre Ciencia y Religión para salvar a la Tierra”. Además, hay un punto en común entre ciencia y religión pues ambas comparten el sentimiento de maravilla y de misterio de la naturaleza.

Ahora bien, tan absurda es la estéril actividad intelectual de intentar demostrar la inexistencia de Dios por la ciencia, como la de demostrar su existencia por el mismo camino. Ya Jesús nos dijo a través del evangelista San Juan que sólo la entrada en la vida eterna supondrá el conocimiento de Dios, que sólo el Hijo conoce al Padre, y que en el Hijo debemos todos reconocer a Dios. “Pater iuste, et mundus te non cognovit; ego autem te cognovi et hi cognoverunt quia tu me misisti, et notum feci eis nomen tuum et notum faciam, ut dilectio, qua dilexisti me, in ipsis sit, et ego in ipsis”. No es la Ciencia, sino Jesús, la única puerta que existe para entrar en el conocimiento de Dios. Y el mejor modo de debilitar la fe es enfrascarse en la loca y soberbia tarea de demostrar a Dios a través de la razón. Según un viejo chiste inglés, nadie dudó nunca de la existencia de Dios hasta que varios científicos prominentes se dedicaron a demostrarla en series de conferencias, gracias a un legado que dejó en su testamento el químico y físico del siglo XVII Robert Boyle. El médico y psicólogo norteamericano William James ( 1842-1910 ), uno de los filósofos de la escuela pragmatista y autor del famoso libro Las variedades de la experiencia religiosa, cuenta en una carta el caso de un granjero que le dijo a su obispo, tras pronunciar éste un sermón probando la existencia de Dios: “Ha sido muy interesante, pero a pesar de todo sigo creyendo que Dios existe”. Sólo la puerta abierta representa que Jesús abre el único camino al conocimiento de Dios.

Finalmente, el hundimiento del mecanicismo determinista ( “el demonio de Laplace” ) es muy importante, porque elimina los obstáculos que parecían oponerse al libre albedrío y a la existencia de Dios, quien, aunque no realice milagros, actúa sobre el pensamiento de los hombres, tal como piensan el físico Nevill Mott y el neurólogo John Eccles.

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