|
|||
| Opinión | |||
El trauma de los Reyes Magos |
|||
Alicia Huerta | |||
|
|
|||
|
Desde hace ya unos años me doy cuenta de que, al final, lo que más me gusta de las navidades es que se acaban. Que por fin, un día, las calles recuperan su ritmo y las farolas vuelven a ser las elegantes y únicas protagonistas de las frías noches de ladrillo y asfalto. Desaparecen las pelucas de espumillón y enmudecen los petardos. Ya no hay que hacer piruetas para cumplir con las citas y que ningún amigo o familiar se mosquee porque no hayas podido verle. Todo esto no quiere decir, sin embargo, que me haya afiliado a ese otro grupo de población que asegura odiar la navidad. Por lo menos, aún no. Lo cierto es que como concepto es, sin duda, muy bueno: se ensalzan sentimientos que tienen que ver con la armonía y la paz, priman las reuniones con la gente a la que más aprecias y es la oportunidad de muchas familias separadas durante el año para reunirse de nuevo. Nos acordamos con nostalgia de quienes ya no están y, con independencia del grado de espiritualidad que profesemos, son días para llenar de buenos deseos que extendemos para todos. Aún así, lo bueno si breve… Seguramente se trate de la edad o de los avatares de la vida, puede que de ambas cosas a la vez, pero el trajín gastronómico, comercial y bullanguero cada vez más exagerado en el que se han convertido las fechas navideñas, lo único que consigue ya es dejarme agotada. Y eso que me esfuerzo en no tener un sentimiento tan políticamente incorrecto o, por lo menos, en ocultarlo. Que nadie sepa que llevo años sustituyendo las 12 uvas por 12 “Conguitos” o 12 piñones, porque pensarán que soy una rara que va al cine a ver películas búlgaras subtituladas en polaco. No es eso, es que las uvas nunca me han gustado. Quiero decir, que sigo prefiriendo el último thriller llegado de Hollywood doblado al castellano y las óperas de Puccini a las de Stravinski, pero la navidad me produce sentimientos encontrados. Me gusta que una ciudad tenga un gran árbol iluminado y que en las calles suenen melódicos villancicos entonados por angelicales voces, pero me espantan las aglomeraciones de personas a las que parecen haber convencido de que el espíritu de la navidad se mide en la longitud de las guirnaldas que cuelgan de la lámpara, en el montón de regalos que haces o recibes, en las fiestas o cenas en las que participas e, incluso, en el número de comensales asistentes a las mismas. Debe de ser patológico, la multitud simplemente me da miedo. Tan irracional como el que me producen los petardos, las serpientes o las arañas. Lo que no creo que deje de gustarme nunca – menos mal – es el roscón de Reyes. El normal, el de siempre, sin natas, ni cremas, ni merengues. Hasta el reto de hundir el cuchillo en el aromático dulce y dejar a los demás sin la codiciada sorpresa me sigue, a pesar de esa edad y esos avatares de la vida a los que echaba la culpa de mi deserción de los ejércitos entusiastas de la navidad, produciendo una grata subida de adrenalina. Lo malo es que la fecha llega al final, después de llevar tres semanas zampando, bebiendo, pasando frío por la calle y lo único que ya se atreve a pedir el cuerpo es un poco de cuartelillo. Los Reyes Magos son más chulos que Papá Noel, por mucho que la guerra librada por el invasor de barba blanca durante las últimas décadas se haya saldado con un lucrativo empate para los comerciantes. Además, después de tanto deseo etéreo de paz en el mundo, trabajo – que falta hace –, salud, dinero y amor con el que empezamos el nuevo año, uno ya puede bajar a lo concreto y escribir lo que quiere de verdad a los Reyes Magos. Lo material, lo mundano. Para mí. Aunque esa sensación sí que dejas de percibirla con la maravillosa intensidad de lo ingenuo cuando la infancia queda atrás. En ese momento de la vida en el que te enfrentas al primer trauma, cuando alguien te dice, normalmente algún sabihondo que te quiere fastidiar, que eso de los Reyes que viajan siguiendo una estrella hasta aterrizar en el calcetín del salón de tu casa para dejarte los regalos que has pedido, es una absoluta patraña. Cuando descubres que quienes te han enseñado que hay que decir siempre la verdad, resulta que llevan años mintiéndote. ¿A que todos recordamos ese momento y a ese traidor que hizo añicos nuestra confianza e inocencia? Vaya impacto. Lo extraño es que todavía no se haya puesto de moda llevar al niño al psicólogo después de tan duro trance. Felices Reyes a todos. |
|||
| El Imparcial. Todos los derechos reservados. ®2025 | www.elimparcial.es | |||