LA ÚLTIMA PIEZA DEL PREMIO PULITZER
Domingo 30 de diciembre de 2012
El Teatro Español ha programado el estreno de La anarquista en Madrid de forma simultánea a su estreno en el Broadway neoyorquino. Obra exigente y de excepcional hondura moral acaba de recorrer itinerarios sorprendentemente distintos a uno y otro lado del Atlántico.
La anarquista, de David Mamet
Versión: José Pascual
Director de escena: José Pascual
Diseño de luces: José Manuel Guerra
Intérpretes: Magüi Mira y Ana Wagener
Lugar de representación: Teatro Español. Madrid
Por RAFAEL FUENTES
André Breton formuló de este modo el espíritu de liberación radical: “El acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revólver en cada mano, y, a ciegas, disparar, en cuanto se pueda, contra la multitud.” ¿Qué ocurriría si el protagonista de este acto de liberación quisiera convencer a la autoridad penitenciaria de que merece salir libre de la cárcel donde ha sido recluido? Este pulso constituye el eje central de la última obra del Premio Pulitzer David Mamet, La anarquista, estrenada simultáneamente en Nueva York y en Madrid, con vicisitudes muy elocuentemente distintas en uno y otro país.
Aclaremos que la terrorista asesina, Cathy, lleva 35 años de condena y que la ley le permitiría alcanzar la reinserción si su carcelera Ann da el visto bueno a las pruebas de arrepentimiento y rectificación ideológica que Cathy aporta. David Mamet concentra, así, en la entrevista crucial entre ambas, una poderosa confrontación verbal, ideológica, y, en última instancia, un extraordinario pulso de voluntades de incierto desenlace.
Una obra de esta categoría no ha sido bien acogida en el Broadway neoyorquino, quizá más por motivos formales que por razones ideológicas. Las dos protagonistas son muy cultas y la pieza arranca con velocísimas disquisiciones ideológicas entre ambas contendientes que el público medio apenas puede seguir. Sin duda el ritmo del comienzo del drama –también en Madrid-, es excesivamente seco, conciso, algebraico, zigzagueante, tan veloz que suprime las más elementales pausas para que las intérpretes comuniquen el contenido emocional que subyace agazapado bajo las palabras. El público neoyorquino ha tardado tiempo en asimilar el primer estilo de David Mamet, sustentado en interjecciones, exabruptos y frases abiertas y entrecortadas que estos días triunfa en Broadway con un título escrito por Mamet hace casi treinta años: Glengarry Glen Ross, dando a la vez un prematuro carpetazo a La anarquista. No es esta una obra precisamente para Broadway, no al menos hasta que pasen otros treinta años y logre descodificar el nuevo estilo, diametralmente opuesto al anterior, del genial dramaturgo.
Pese a su robotizado comienzo, la perspectiva madrileña es muy distinta a la neoyorquina, más atenta aquí al fondo de la confrontación en torno a los dilemas de la justicia para reparar el sufrimiento causado por la violencia política. David Mamet hace una declaración explícita contra la cultura del espectáculo que convierte estos sucesos en un circo mediático y decide que su pieza vaya más allá, hasta penetrar en el dolor oculto y privado: es aquí donde el drama adquiere verdadero valor. Ambos lados de la balanza esgrimen argumentos de peso. La terrorista presa, Cathy, a la que da vida Magüi Mira, quien se desenvuelve con una extraordinaria soltura emocional dentro del denso lenguaje de David Mamet, reclama su derecho a abjurar de los errores ideológicos de su juventud, exhibe sus largos años de cárcel que a un recluso con crímenes sin connotaciones políticas le habría supuesto ya la libertad y emplea grandes dotes de perspicacia psicológica en los entresijos de la homosexualidad y las motivaciones oscuras que animan a la alta funcionaria que tiene enfrente.
Ann, por el contrario, tiene justificadas dudas sobre la sinceridad del cambio ideológico de la anarquista y la autenticidad de su arrepentimiento ante el enorme dolor causado a las víctimas, lo que le empuja a una profunda y despiadada inquisición más allá de cualquier disimulo. Encarnada por Ana Wagener, su interpretación parece encorsetada y bloqueada por el ritmo torrencial y trepidante de Mamet, hasta que las pesquisas hacen que ambas contendientes se arranquen brutalmente las máscaras y el debate ideológico y judicial dé paso a una verdadera lucha de identidades y voluntades donde el drama, -y Ana Wagener junto a Magüi Mira-, brillan con genuina plenitud.
Dirigida por José Pascual con una sobriedad excesivamente supeditada a la propuesta del propio Mamet en Nueva York, la obra demanda a cada espectador una toma de partido íntima, trascendiendo los estereotipos con que la cultura del espectáculo mediático trata tales asuntos. ¿Simbólicamente, es aceptable ese disparo que reclamase Breton contra los prejuicios de la multitud? ¿Es creíble en todos los casos el principio de reinserción? ¿Qué grado de legitimidad tiene para nosotros el castigo?
Frente a los que abogan por un teatro de puro entretenimiento, esta obra es un ejemplo de cómo la inteligencia, la reflexión, la cultura y la exigencia estética desde la palabra poseen una valía que el teatro nos puede proporcionar como eficaz antídoto contra la banalidad.
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