Prensas Universitarias de Zaragoza. Zaragoza, 2024. 498 páginas. 32 €. Un extraordinario, documentado y clarificador ensayo a cargo del profesor Luis Horrillo Sánchez
Por José Varela Ortega
ESPÍAS Y LA SUPERVIVENCIA DE FRANCO EN LA II GUERRA MUNDIAL
Luis Horrillo Sánchez nos ha obsequiado con un excelente trabajo de investigación sobre episodios y aspectos cruciales en relación con España durante la Segunda Guerra Mundial: aspectos que ayudan a entender la supervivencia del régimen franquista durante la Guerra, y más allá de la derrota del Eje hasta poderse agarrar a la política de contención de Truman durante la prolongadísima Guerra Fría.
Cometeríamos un error si nos dejáramos enredar sólo en la tupida y apasionante red de espías, operaciones de contrainteligencia, engaños y trampas. El libro que nos ocupa compone un relato minucioso de todo eso, con algunas comprobaciones relevantes, como el atentado en Praga contra Heydrich, antes de que pudiera desenmascarar las tortuosas relaciones –por más que productivas para aquéllos- que mantenía el Almirante Canaris (el jefe del espionaje alemán) con los aliados; o el asesinato del Almirante Darlán, antes de que, como máximo representante de la Francia de Vichy en el Norte de África, pudiera complicar la operación Torch a fines de 1942 (y la expulsión de alemanes e italianos de África); o la rocambolesca operación Mincemeat (el abandono en aguas de Huelva del cadáver de un supuesto mayor William Martin con planos y planes de una ficticia invasión de Grecia, que alejara a una parte significativa de las unidades alemanas del verdadero objetivo de los aliados, léase, una estrategia de Italy First, esto es, la invasión de Sicilia que provocara –como fue el caso- la caída de Mussolini y el descarte de Italia de la contienda).
Sin embargo, este trabajo es mucho más que todo ese entramado de secretos desvelados o fabricados por agentes leales o dobles que nuestro autor descubre y relaciona exhaustivamente, pero sin dejarse atrapar en el morboso atractivo de su propio relato. Luis Horrillo ha demostrado ser un historiador armado con la bata blanca de investigador: un detective que no juzga ni propone; simplemente expone minuciosamente. Por eso, a la postre, Max Hastings tiene razón: las guerras secretas y no convencionales (Ultra -la ruptura, en muchas ocasiones, de los códigos alemanes- incluida), acortan periodos, reducen bajas y retrasan o aceleran, pero no pueden enmascarar lo inevitable: que la escala de [los] recursos de los aliados (las potencias marítimas satisfechas) fuera infinitamente mayor que la de sus rivales (los have-not, las potencias agresivas, como Alemania o Japón, técnicamente dotadas, pero muy inferiores en recursos). Se comprende la exclamación de un diplomático italiano al conocer, espantado, que Mussolini había declarado la guerra a los EE.UU.: pero, este hombre, ¿acaso no habrá visto nunca una guía de páginas amarillas de Nueva York? Al parecer, el financiero mallorquín Juan March si era muy consciente de esa enorme diferencia: por eso liquidó todos sus activos alemanes y japoneses al día siguiente de Pearl Harbor, colaborando sistemática y lealmente con el Reino Unido, incluso en los momentos más azarosos (1940-1942), y en las operaciones financieras más delicadas: como el soborno de los generales españoles monárquicos (Beigbeder, Aranda, Kindelán y Orgaz, entre otros) y más reticentes con el predomino fascista que representaba Serrano Suñer.
Conviene que recordemos que, al iniciarse la conflagración en 1939, Franco no tenía una idea tan distinta: entre los invencibles y los inagotables –comentó- ganarán, claro, los inagotables. Fue el éxito del plan Gelb –más crudamente descrito por Churchill como un “golpe de hoz” en las Ardenas, que provocó la rendición de Francia- lo que dejó estupefacto, quizá maravillado, al Caudillo. Y es muy posible que, entre mayo y junio de 1940, acariciara la idea de entrar en guerra a la hora de los últimos cartuchos, para sentarse en la mesa de una nueva paz de Westfalia a la inversa que le diera derecho a una parte de los despojos de los vencidos, como le aconsejaban Serrano y Vigón.
Sin embargo, la situación militar dio un giro inesperado en pocos días y, luego, en pocos meses. No fue tanto la cancelación de la operación León Marino, la azarosa invasión de Inglaterra, tras el fiasco de la Luftwaffe, entre agosto y septiembre, como, meses antes, la crítica orden de detener los tanques alemanes ante el heroico, pero débil, perímetro defensivo francés de Dunquerque; un alto militarmente incomprensible en la imparable ofensiva alemana que, (con toda probabilidad, como más tarde reconoció el propio Churchill) hubiera significado la captura del BEF, (el cuerpo expedicionario británico), y un terremoto político en Londres, que verosímilmente hubiera dado una nueva oportunidad a los appeasers de Halifax, con Loyd George entre bastidores, dispuestos a explorar una Pax Germanica (J.A. Lukacs). Poco después, los acontecimientos reforzaron la visión de los marinos (y de los aviadores), propios y extraños. Los oficiales de la Armada española tenían un sano respeto por la Royal Navy y su control del Atlántico Medio, desde Canarias, Azores y Cabo Verde, y del Mediterráneo, desde Gibraltar, Malta y Suez; un respeto que, en Julio de 1940, les confirmó el crucero HMAS Sidney, hundiendo un crucero italiano y, sobre todo, con el ataque de dos portaviones británicos al golfo de Tarento, hundiendo tres acorazados italianos, en lo que vino a ser conocido como el “pequeño Pearl Harbor”.
El Franco que acudió a reunirse con Hitler en Hendaya lo hizo con un talante muy distinto, más desconfiado que belicoso: contaba con el testimonio de los agregados aéreos españoles en Londres, Juan Antonio Ansaldo y Ultano Kindelán, que le habían enviado informes de la Batalla de Inglaterra en los cielos ingleses; informes estadísticos sobrios, pero muy favorables a la RAF. Otro tanto, le decía el capitán de navío y agregado en Roma, Álvaro Espinosa de los Monteros: la situación estratégica del Eje distaba de estar despejada. Pero, fue el entonces capitán de fragata, Carrero Blanco, quien se lo puso en cifras, en un informe que, en ese mismo otoño, presentaría el Almirante Moreno en la Junta de Estado Mayor: el abastecimiento de la Península y sus Islas se realizaba fundamentalmente por vía marítima, de modo que, contra la Armada británica, España quedaría desabastecida y sitiada. Sólo tomando Malta y Suez podía, cerrándose posterior e inmediatamente Gibraltar, expulsarse a los británicos del Mediterráneo, convertido entonces sí en un lago del Eje. Sólo en esa hipótesis previa, podía estudiarse la participación de España en la Guerra, aún a costa de que los británicos ocuparan las Canarias (como efectivamente tenían planeado), indefendibles frente a los acorazados ingleses, armados con artillería de 15 o 16 pulgadas, como se había demostrado con el fiasco de Dakar y el hundimiento y dispersión de la flota francesa en Mers-el-Kébir a manos de la Royal Navy.
Es en este punto del abastecimiento en que la investigación de Luis Horrillo resulta abrumadora. El Imperio Británico, aún derrotado en el Continente y aislado, contaba con un pulmón financiero y una capacidad de abastecimiento estratégico muy superior a la de sus adversarios. Y, no sólo para sobornar a generales españoles y portugueses, que también, sino para erosionar la limitada capacidad de abastecimiento del Eje en materiales estratégicos, como el wolframio, platino, mica, caucho y algodón. Pero, sobre todo, los británicos controlaban el tráfico que abastecía una España famélica, arruinada por la Guerra (y, a mayor inri, penalizada por los experimentos autárquicos de los falangistas). Sin los permisos británicos (los navicerts) no había trigo importado (ni siquiera de Argentina), ni fosfatos para cultivarlo, ni petróleo para transportarlo. El embajador británico Samuel Hoare –y, desde 1942, el americano Carlton Hayes- manejaron con implacable habilidad un grifo que garantizaba un nivel mínimo de productos vitales a cambio de paz y neutralidad, frente a sus adversarios nazis que prometían un teórico abastecimiento de dudosa capacidad de cumplimiento a cambio de una Guerra de incierto resultado.
A mayor complicación, Franco se negaba a entrar en la Guerra por gusto o pequeñeces (léase, Gibraltar): ambicionaba un imperio africano a costa del Marruecos francés y del Oranesado argelino. Aspiraciones que incomodaban a Hitler, porque chocaban con los intereses de la Francia de Vichy y con los proyectos de Mussolini. Total –y según el dictador nazi- todo el laberinto Mediterráneo se reducía a una trata de ganado de segunda categoría. En realidad, Hitler carecía de interés en el teatro Mediterráneo. Nunca comprendió lo que le proponían sus oficiales de la Kriegsmarine (Raeder), advertía la mayoría de la oficialidad de la Armada española, y temían en la Royal Navy: que cerrar el Mediterráneo a los ingleses y controlar el canal de Suez (una operación que probablemente la Wehrmacht hubiera completado con menos de un tercio de los efectivos destinados en la invasión de Rusia), amén de dislocar el dispositivo imperial británico, impondría una carga casi imposible a las líneas de abastecimiento de las Islas Británicas. Pero, claro, esa política abogaba por una estrategia defensiva en el Continente, un periodo cauteloso y paciente, a la espera que se generaran en la Isla appeasers dispuestos a reconciliarse con esa nueva realidad estratégica, tan ingrata como inevitable.
Sea como quiera, la decisión de Hitler de invadir Rusia, desplazando la orientación principal de la contienda en una suerte de Drang nach Osten, en busca de un imperio entre el Vístula y los Urales, es el elemento explicativo central que ayuda a entender la neutralidad española. Porque, el hecho es que –tiene razón el Profesor Fusi- la decisión no estaba en sus manos, ni en las de Franco ni en la de los españoles. En este sentido, resulta llamativo que las decenas de planes de ambos contendientes sean reactivos. Tienen, en mi opinión, un propósito coincidente defensivo, por más que antagónico: de suerte que vienen formulados con proposiciones –y preposiciones- condicionales que les otorgan un carácter de contingencia, de forma que la intervención de cada parte beligerante se produciría como respuesta a la acción del enemigo.
En todo caso, entre 1940 y 1941, tampoco podían hacer los británicos mucho más que esperar el error y el disparate de sus rivales. Otra vez, fue Churchill quien comprendió que una personalidad psicopática era más propensa a la ludopatía que a la prudencia que exigía una estrategia defensiva. De este modo, y como sabemos, Hitler forzó con el calzador de sus ambiciones imperiales sus condicionamientos estratégicos. E invadió Rusia, en una operación que, el general Marcks, encargado del borrador del plan, consideró, apoyándose en los cálculos que le facilitó el coronel Bernhard von Lossberg, logísticamente inalcanzable en recursos y, sobre todo, en transporte (como admitió el mariscal Keitel en Núremberg). La verdad es que, salvo el Estado Mayor japonés, sólo los americanos (MacArthur, ilustrado por el agregado militar en Moscú, coronel Faymonville) creyeron que los rusos resistirían las gigantescas pérdidas de los dos primeros años de invasión. Los cálculos acertados de los oficiales de logística americanos son relevantes en nuestra historia, porque, en base a ese supuesto de resistencia soviética, transformaron los americanos sus planes de industria militar: en lugar de levantar y equipar un inmenso ejército de 200 o 300 divisiones, concentraron sus esfuerzos en un imponente contingente aeronaval que exigía un rosario de bases estratégicas. Adam Smith escribió que las únicas leyes de la historia son las de la geografía. Y, desde ese supuesto y condicionante, no es extraño que en diciembre de 1944, Lequerica y Carlton Hayes firmaran un acuerdo secreto para garantizar líneas de apoyo y abastecimiento en ese inmenso portaviones –la frase es de un Congresista de la época- que forman la Península Ibérica y sus Islas. Ese debe ser el segundo tomo de las investigaciones del Profesor Horrillo.