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Gobernar no es fácil

Alejandro Muñoz-Alonso
lunes 16 de julio de 2012, 20:38h
Cuando, al poco de ser investido como Presidente del Gobierno, hace ahora algo más de ocho años, nos enteramos de que Zapatero (de infausta memoria) había dicho, en privado, que gobernar era tan fácil que casi cualquiera podía hacerlo, yo, inicialmente, no di crédito a la información. Me parecía increíble que alguien sobre el que acababa de caer la compleja tarea, la pesada carga de la gobernación del Estado pudiera haber dicho, tan alegremente, tamaña estupidez. Una patraña más –pensé- de las que circulan por el llamado espacio público. A no tardar, tuve que rendirme a la evidencia porque se me confirmó la veracidad de semejante aserto. A partir de entonces tuve la seguridad de que nos encaminábamos al desastre, todos juntos y encabezados por aquel personaje que nos llevaba directamente al abismo, con la misma desenvoltura y cinismo con que Fernando VII, en 1830, dijo aquello de “Vayamos todos juntos y yo el primero por la senda de la Constitución”, aunque después la siguió pisoteando. Cuando los españoles, en 2008, le renovaron la confianza (a Zapatero no a Fernando VII, pero hubiera dado lo mismo), se apoderó de mi la absoluta convicción de que nuestra suerte colectiva, nuestra mala suerte, estaba echada sin remedio.

Pero no voy a volver ahora al relato de lo que ha pasado aquí, en esta vieja Nación, en los pasados ocho años. Cualquier español medianamente lúcido lo sabe, incluidos muchos de los que votaron al gobernante facilón. Solo los ciegos voluntarios –que nunca son pocos- se atreven todavía a hablar de los grandes progresos que, por ejemplo, en el campo de “la ampliación de derechos” se han conseguido bajo la égidazapateril. Quiero, exclusivamente, insistir en el tremendo error que supone imaginar que gobernar es una tarea fácil, al alcance de cualquiera o casi. Sin embargo –y de entrada debo corregirme- hay dos tipos de gobernantes para los cuales su oficio resulta excepcionalmente sencillo.

El primer tipo es el de aquellos que aplican, sin pararse a analizar las consecuencias, su catecismo ideológico. Todo está en el librito. Se trata de inyectar sus ideas a la realidad. Y si la realidad se resiste, peor para la realidad. Es el tipo de político que los autores de El perfecto idiota latinoamericano –libro al que ya no hemos referido en esta columna- definen así: “El idiota, bien es sabido, llega a extremos sublimes de interpretación de los hechos, con tal de no perder el bagaje ideológico que lo acompaña desde su juventud. No tiene otra muda de ropa”. Un tipo de idiota que, desgraciadamente, no es exclusivo de aquel continente, pues pulula con abundancia en el nuestro, llena las calles y las redes sociales. Y lo peor de todo es que –como se ha visto aquí- algunos de estos especímenes consiguen llegar a la gobernación del Estado, donde actúan con el mismo desparpajo con el que intervenían en las asambleas de facultad y otros foros del mismo tipo, si es que frecuentaron alguna universidad.

El segundo tipo de gobernante que lo tiene fácil es el “encuestócrata”. Todo está en las encuestas, lo que los ciudadanos quieren y lo que no quieren. Y el gobernante no tiene más que acomodarse a ese recetario, prometer lo que lo que los ciudadanos piden, según los porcentajes de los sondeos y evitar cuidadosamente lo que les molesta o desagrada. Los encuestadores son como los arúspices romanos que, tras analizar las entrañas de un sacrificado animal, predecían el futuro. ¿El interés general del Estado, aquello que los clásicos llamaban “el bien común”? Por favor, no nos pongamos transcendentes: Lo que hay que hacer es ganar las elecciones como sea y lo demás…pelillos a la mar, que decían nuestros abuelos. Ya lo previó Bertrand de Jouvenel: A diferencia del estadista que guía a su pueblo, el político vulgar -el encuestócrata a que nos referimos- olfatea el ambiente y, con habilidad (y cara dura), se pone al frente de la manifestación, aunque no sepa adónde se dirige.

A partir de ahí el gobernante se convierte en un individuo teledirigido por los insondables porcentajes de los sondeos que, como decía un profesor, son volátiles y versátiles y, como “la donna” de la ópera “é mobilequalpiuma al vento”. Por eso van y vienen mareando al gobernante, que llega a olvidarse de gobernar para ponerse al paso que marcan las encuestas. ¿No son acaso expresión de la opinión pública? ¿No es la democracia un régimen de opinión? Y si ahora alguien pone en duda las encuestas te apabullarán con las redes sociales y sus trendytopics, que para algunos son la fiel expresión de la opinión pública y están mucho más de moda. ¿Dónde queda la opinión pública manifestada en las urnas y plasmada en el Parlamento? ¡Por favor, que antigualla, si lo que habría que hacer es suprimir al Senado y dejar el Congreso reducido a la cuarta parte!

Se ha ido configurando así una llamada legitimidad social que se antepone a la legitimidad política que tiene su sede en las Cámaras parlamentarias. Por cierto, los argumentos no son nuevos, aunque se expresen por medio de las nuevas tecnologías. Lenin ya dijo cosas parecidas cuando luchaba por hacerse con el poder (lo que logró dando un golpe de Estado y tras una guerra civil, como algún otro). Muchas de las cosas que se leen y se oyen ahora contra los partidos parecen arrancadas de las páginas del MeinKampf de Hitler, libro en el que dedica unos sabrosos párrafos tanto contra los “partidos burgueses” como contralos “partidos socialistas”, que no en vano, unos y otros, eran los obstáculos que veía en su escalada hacia el poder. Por cierto él llegó tras ganar unas elecciones y con la connivencia de algunos “demócratas”, que pensaron que podrían domesticarle fácilmente. Creían que, como la música, el poder amansa a las fieras.

Reunir en la calle unos cuantos cientos o miles de vociferantes individuos –que como tantas veces se reitera están en su derecho aunque no tengan razón- o llenar las redes sociales con insultos contra el Presidente o sus ministros y pedir su dimisión a voz en grito, y estimar que eso es la expresión de una cierta “legitimidad social”, es un claro síntoma de patología democrática. Y que eso suceda cuando la Nación se enfrenta con el reto más imponente e importante desde que llegó la democracia es especialmente grave. ¿Por qué hemos llegado a esta situación? Muchas y complejas son las causas que, sin embargo, se pueden reducir a una principal: Hemos sido gobernados (es un decir) durante demasiado tiempo por un gobernante que creía que gobernar era tan fácil como “coser y cantar”. Jugó al aprendiz de brujo y, como el del cuento, desencadenó una serie de fuerzas que después no supo controlar. Abrió la mítica caja de Pandora y de allí salieron todos los males que nos afligen.

Gobernar no es fácil. Es muy difícil, sobre todo en circunstancias como las actuales. Y Mariano Rajoy lo sabe. Vacunado contra la demagogia, prefiere describir con la máxima crudeza las cosas como son, sin engañar a la opinión con cuentos de ningún tipo. Sabía que se iba a encontrar con “un marrón”, pero se quedó corto en sus previsiones. Los 90.000 millones de euros que el Gobierno facilón se gastó de más en 2011 han sido una losa que le ha obligado a hacer lo que siempre dijo que no haría. Pero como señaló el pasado miércoles ante el Congreso no ha tenido elección. Quienes le conocen bien saben que en ningún momento Rajoy ha mentido: Siempre ha dicho lo que pensaba y lo que veía. Son otros los que han practicado el engaño y nos han llevado a la presente situación.

Protestar puede ser legítimo. Pero un pueblo maduro –y España y los españoles tienen la obligación de serlo- sabe que hay momentos en que se impone el sacrificio en aras del bien común y que los intereses particulares debe quedar supeditados al interés general. A todos les duele el bolsillo, como es natural. Pero también a todos les deben doler las vacías arcas del Estado. Un estadista que merece serlo sabe bien cuál es su obligación. Y también sabe que, a veces, los pueblos se muestran ingratos con sus mejores gobernantes, como le sucedió a Churchill. Pero ni siquiera esa posibilidad desvía al estadista de lo que es su más elevado deber. Los que no llegan al nivel de estadistas apuestan por la legitimidad social.

Alejandro Muñoz-Alonso

Catedrático de la UCM

ALEJANDRO MUÑOZ-ALONSO es senador del Partido Popular

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