Aseguraba Pedro Sánchez poco antes de la primera votación a su investidura, que a estas alturas lo que los españoles quieren realmente y con urgencia es un gobierno. Convendría quizás que añadiera que por mucho que insista y patalee, no nos vale uno cualquiera. Ni siquiera con el comodín de Ciudadanos. Y esto debería de haber quedado meridianamente claro desde el minuto cero de aquel ya lejano 20 de diciembre, cuando a partir de las ocho de la tarde tocó tirar de calculadora para realizar frenéticas sumas y restas al objeto de colorear el característico medio círculo que representa el hemiciclo y ver cómo demonios apañábamos un pacto que reuniera al mayor número posible de partidos sensatos, encabezado por el líder de la formación más votada. Sin embargo, conscientes de nuestra idiosincrasia y a pesar de lo razonable de una posibilidad que en otros países lleva años convertida en realidad, aquí ninguno nos llamamos a engaño: los partidos no iban a ponerse de acuerdo para ofrecernos cuanto antes ese gobierno para cuya formación algunos habíamos acudido a votar. En mi opinión pocos, y eso que se veía venir que estas elecciones nos podían salir, como así lo han hecho, por peteneras.
A partir de aquel día, los políticos - no todos, por supuesto, pero sí en mayoría - comenzaron a interpretar, algunos con evidentes dotes actorales, una obra de teatro que bien podría tomar prestado el título de la famosísima pieza de Agatha Christie, “La ratonera”. Con el Congreso haciendo las veces de Monkswell Manor, la siniestra casa de huéspedes en la que la autora británica ambientó la trama de una intriga caracterizada fundamentalmente por la desconfianza de cada uno de los personajes con respecto a todos los demás. Ninguno puede permitirse el lujo de bajar la guardia, porque puede acabar siendo víctima o presunto verdugo a las primeras de cambio. Y ya que mencionamos la palabra de moda en este 2016, desde que votamos aquel domingo anterior a saltarnos el régimen que siempre indultamos por navidades, muchos políticos han insistido incansables en interpretar nuestro voto como el deseo de un cambio visto en clave “el único que sobra aquí es el PP”, con independencia de los siete millones de españoles que votaron a dicho partido, en definitiva, el que contó con más sufragios que cualquier otro. Sin embargo, quizás, si nos esforzáramos, ¿creen ustedes que podríamos tratar todos de ver ese hipotético cambio obviando los dictados egocéntricos de algunos líderes políticos? Es decir, ¿sería posible algo así como un gobierno de podio compartido?
Por el momento, el único giro inesperado en el guion de esta “ratonera” a la española lo protagonizó precisamente aquel a quien nadie quería invitar a la fiesta. Mariano Rajoy se descolgaba hace un mes en La Zarzuela con un “no tengo votos para ser investido, así que no voy” y, aunque ahora lo veamos ya con cierta indiferencia, lo cierto es que nos dejó a todos pasmados, incluso a ciertos tertulianos que presumen de saberlo todo por adelantado. Giros, derrapadas y resbalones siguen, en todo caso, marcando esta intrincada trama a la que Europa en general asiste con incredulidad y preocupación, preguntándose, y no por primera vez en la Historia, ¿sabe España a dónde va? De momento, y mientras escribo estas líneas con los votos pronunciados en voz alta por los diputados como música de fondo, da la sensación de que ni los propios protagonistas lo saben. Volviendo a “La ratonera”, puede que nos viniera al pelo el plan que el jefe de policía Trotter propone a los habitantes de la casa para resolver el misterio: que todos repitan sus movimientos, pero partiendo de distintas posiciones.