Lo que nos falta para ser europeos es mucho mundo, una Torre Eiffel, un Manneken Pis o un impresionante Atomium como el de 1958. El milagro de la política del Eurogrupo es que en Bruselas han con seguido dar una idea de unidad –estando lejos de serlo–, al revés que aquí, que somos periféricamente centrífugos siendo provincialmente centrípetos y con tendencia a la aldea, y solo nos ponemos de acuerdo en los partidos de la Champions League. Aún así, siendo tan de viejo régimen, tan de ladrillo y Sol y sombra, Europa nos ha aprobado unas ayudas directas de ciento cuarenta mil millones de euros: somos el segundo país más beneficiado por los fondos para la Recuperación. El problema –no es broma– es que esta cifra se suma a los millones no consumidos aún en el plan plurinacional actual de 2014-2020 hasta alcanzar doscientos mil millones que el Ejecutivo no ha sabido aún dónde gastarlos. Del brandy y el anís dulce para arriba, poca cosa: los corazones financieros andan por otros lares, incluso en pandemia.
Efectivamente, hasta diciembre de 2019 solo se ha gastado un tercio de los fondos europeos porque tenemos un problema, dicho por la Comisión Europea y el Tribunal de Cuentas europeo, que aseguran que no sabemos en qué gastarlo y que los gastos con cargo al presupuesto español de 2019 “contienen demasiados errores”: fallos en los gastos de alto riesgo y en los proyectos de la política de cohesión. Veremos Calviño y Montero cómo incorporan y cómo allegan hasta las familias esa inmensidad, en la doble catástrofe económica y sanitaria, confusa e imprecisa, del enemigo invisible que llegó de la China. Allí están muy bien, prósperamente hablando, se entiende.
Ahora el plan de las ayudas nos pide al margen más innovación en la digitalización, ámbito en el que la Administración anda todavía muy verde –y no en el sentido ecologista, precisamente–. Nos pide “grandeur”, en definitiva. Algunos economistas y expertos en políticas públicas, como José Moisés Martín, de la consultora Red2Red, ya han dicho que es mucho dinero para tan poco tecnócrata: “Excede en mucho las capacidades que tiene España para ejecutar”. Esta sería una buena definición de lo que nos pasa: que salvo en bonificaciones a la contratación, los napoleones y richelieus del Gobierno no saben dónde gastárselo... a día de hoy.
El plan –más un borrador sin concretar demasiado que un procedimiento detallado– se articula en torno a diez puntos: agenda urbana y rural, infraestructuras y ecosistemas resilientes, transición energética justa e inclusiva, Administración para el siglo XXI, modernización y digitalización del tejido industrial y de las pymes, pacto por la ciencia y la innovación, fomento de la educación y el conocimiento, la nueva economía de los cuidados y políticas de empleo, el impulso de la industria de la cultura y el deporte, y la modernización del sistema fiscal para un crecimiento sostenible e inclusivo. Y Bruselas quiere que las ayudas sean a cambio de un efecto multiplicador: que por cada euro invertido con estos fondos se generen cuatro. Casi nada. Esta desiderata a la europea metaforiza a la perfección los deberes de lo que nunca se ha hecho, porque aquí entendemos el desarrollo y la economía como una superstición o la barra de los bares, que como ahora están cerrados, no da más de sí el personal, salvando a las constructoras, que siguen dándole a la hormigonera para quien se pueda pagar el pisito en los próximos años.
Esto escrito así, utopistamente, queda muy bien sobre el papel y ha colado para que Europa haga llover los euromillones a las arcas públicas. Aquí las cosas se hacen deprisa y a lo loco, se confía en la providencia, se habla de un programa sin programa, y se gana las elecciones porque uno tiene buena planta o por sus promesas. La pregunta que flota en el aire, a la vista del tapón y las incapacidades económicas manifiestas, es si estas ayudas no lo serán… a fondo perdido. Si todavía no hemos desatascado los presupuestos de Cristóbal Montoro, en el surrealismo reaccionario descansa nuestra esencia, Amore. Dios proveerá.