Más de un año ya de la invasión de Ucrania, la llamada “operación relámpago” con la que Putin buscaba ensanchar la Federación rusa en una semana, se ha convertido en una guerra que se eterniza. La frustración del Kremlin siempre va acompañada de la amenaza de recurrir a las armas nucleares, como acaba de ocurrir, con el anuncio de instalarlas en Bielorrusia. Estados Unidos y la UE arropan a Kiev con el envío masivo de armamento y Bruselas aprueba paquetes de sanciones por doquier que, sin duda, perjudican gravemente a los rusos. Pero al dictador poco le importa que se arruine su país. No parece estar dispuesto a cerrar en falso el conflicto, pues, muy probablemente, una derrota bélica supondría su muerte política.
Pero irrumpe un nuevo protagonista en el escenario: China. El presidente acaba de visitar el Kremlin para piropearse con su homólogo, advertir al mundo de su presencia en el conflicto y que podría ayudar a Rusia con el envío de armamento. De ahí, la importancia de la visita de Pedro Sánchez a Pekín como próximo presidente del Consejo europeo. No va a parar la guerra el líder español como proclaman sus seguidores más adictos. Y es de suponer que, a pesar de lo arrogante que suele ser, tampoco va a presentar un plan de paz propio. En todo caso, trasladará a Xi Jimping la decisiva voluntad de Europa de frenar la matanza perpetrada por Putin.
La ayuda occidental, sin duda, contribuye al fracaso de la estrategia militar rusa. El Ejército ruso no avanza, pero tampoco pierde posiciones esenciales. Y, así, como decíamos, nadie sabe cuánto acabará el conflicto. Solo un cambio radical como la intervención china podría inclinar la balanza. La OTAN con Estados Unidos a la cabeza, la UE y las democracias occidentales tienen que afrontar esta nueva crisis. Porque, si el gigante asiático interviene en el conflicto militar, entonces sí, la invasión rusa podría suponer el principio de esa temida III Guerra Mundial. Pero tampoco Pedro Sánchez tendrá la culpa. Él solo va de visita.