RESEÑA
Cristina Cerezales Laforet: El pozo del cielo
domingo 09 de marzo de 2014, 11:48h
Cristina Cerezales Laforet: El pozo del cielo. Destino. Barcelona, 2013. 368 páginas. 19 €
“«No pienses, siente». Y yo sentí, de una manera tan intensamente viva que mis nervios se desbarataban cuando perdía contacto con él”. Es un retazo de “El hilo de Ariadna” donde Flor reconstruye su pasado de pareja con Andrés en esta nueva novela de Cristina Cerezales. El pozo del cielo llega tras un par de novelas, los relatos de Amarás a tu hermano (2010) y Música blanca (2006), una muy notable recreación literaria de los sentimientos, las realidades y los misterios compartidos por la autora junto a su madre, Carmen Laforet, en sus últimos años de vida.
La presente ficción aborda el eterno problema de las relaciones de pareja con su amplio abanico de relaciones dolorosas o enfermizas, la complejidad de una relación verdadera de tú a tú, la parálisis del miedo en ciertas personas escudadas en su idea de “independencia” frente a la idea de amar de verdad y de ser amado o el deseo de retener a las personas por el mero hecho de saberse amado. En definitiva, males de antiguo cuño que nuestra cultura actual de la inmediatez intensifica, aunque funcionen con los viejos resortes de siempre.
Con el patrón constructivo de la historia clásica del laberinto de Teseo y el hilo de Ariadna conoceremos la historia de Florinda y Andrés, pero también de Andrés con Isabel, de Florinda con Sándor y con Iván, pero no todo es lo que parece... Cada personaje presenta, como en la vida real, un laberinto en el que a tientas busca la salida: Sándor su pesquisa como artista, Flor el deseo de trascendencia y paz espiritual, Isabel la necesidad perentoria de una relación sana e hijos… Para el Teseo de este libro, Andrés, el laberinto es la imposibilidad de gestionar su vida y emociones y el síntoma, su adicción a la bebida. “El hilo de Ariadna” serán los fragmentos que cuela en la alcoba común Florinda a modo de novela por entregas para Andrés en un intento de explicar y explicarse a sí misma, entre otras muchas cosas, que es mejor desangrarse que no creer en nadie y, que, aunque el riesgo sea quedarse a la luna de Valencia, cuando llega el amor se debe poner toda la carne en el asador sin mojigaterías ni prejuicios -como ese tan cerril de la diferencia de edad o espacios- que son el disfraz de las inseguridades de uno. Quien más quien menos, todos los personajes, a su manera, comparten la misma soledad pero diferentes tristezas, incluso Sándor, el artista de personalidad desbordante y siempre joven, capaz de tambalear la frágil, por ilusoria, estabilidad de otros personajes en apariencia maduros.
A toda esa maraña de interesantes hilos descritos se suman el deseo de alcanzar la paz espiritual, las falsas culpas, el miedo a lo desconocido, la incapacidad o frustración como causas de las adicciones. De especial calado son las relaciones entre el artista y su obra, un escultor en este caso, tratadas con detenimiento y donde quizá pudiera leerse de forma metafórica una suerte de poética de la propia Cristina Cerezales.
Sugestivo el buceo de esta novela en el interior del ser para descubrir certezas consabidas pero que conviene repetir: el verdadero viaje es hacia el interior de uno mismo y no esa manía de viajes organizados y turismo de cruceros. O verdades de sencilla dilucidación: despertar a otra forma de mirar más plena siempre es en compañía de alguien. En contrapartida, esta novela de factura clásica resulta a ratos roma, por ejemplo en la caracterización lingüística de los personajes, y se dice en demasía las cosas, en lugar de hacerlas ocurrir ante el lector. Es de esperar mayor altura en la autora de la excelente Música blanca.
El “Pozo del cielo”, la gran obra escultórica de Sándor metaforiza bien cuánto debemos cavar -hacia dentro- para llegar al cielo en este complejo arte del vivir. El desconocimiento palmario de uno mismo resulta alarmante en todo el Occidente y todo arte que se proponga como tal debe tener siempre algo de viaje interior. Este tipo de relato trascendente y de artista debiera tener mayor acogida en la literatura. Al igual que menos militancia de autores y más comprensión de las obras sería también deseable por parte de la crítica. Comprensión, desde el pensamiento o desde el sentimiento, o, mejor aún, siempre desde ambos. Frente al “No pienses, siente” plantear un “pensamiento sensible”, por decirlo a la sombra de Hannah Arendt y Martin Heidegger.
Por Francisco Estévez