RESEÑA
Carlos Castán: La mala luz
domingo 30 de marzo de 2014, 14:25h
Carlos Castán: La mala luz. Destino. Barcelona, 2013. 232 páginas. 16,90 €. Libro electrónico: 11,99 €
Esta novela de Carlos Castán rezuma verdad por todas partes. Con una prosa magistral, llena de figuras sugerentes, metáforas insospechadas y sensaciones evocadas esta obra se acerca a la lírica de la expresión de un yo muy interior. La novela es un mosaico de voces entre las que el narrador protagonista constituye el solista de una orquesta cuyo concierto deslumbra al lector. La escena se inicia con la ruptura del pasado y el comienzo de la vida en otra ciudad. Hay por tanto un entusiasmo, aunque consciente de que la inocencia perdida jamás se recuperará. La voz narradora se funde cuando relata las vivencias de su amigo Jacobo, con quien se hermana y que vive también la experiencia de la soledad. La vida de Jacobo está marcada por los traumáticos relatos de un padre que sobrevivió al Holocausto y que termina suicidándose cuando la gente se cansa de escucharle y la moda deja de ser su guerra para convertirse en Vietnam.
La novela, dividida en “El monstruo” y “Como nadie”, se compone de veinte secuencias con títulos significativos como (Muertos tras esos ojos), (El miedo ajeno) o (Intimidad) y que aparecen entre paréntesis. “El monstruo estaba hecho de miedo” y “Los desesperados besan como nadie” son dos citas de W. L. Gresham y M. Vilas respectivamente que ejercen de telón de fondo y que dan tono al contenido.
La obra es un recorrido de la desesperación al encuentro del sentido de la vida que al final dará un giro inesperado y muy justo. La soledad, la amargura, la conciencia de ser y el miedo a la locura se consuelan en una calidez artificial que anestesia. Así se abre la novela, profundizando en el sentimiento de a quien nadie le espera, el dolor de la separación como pura angustia de un amor que no volverá al tiempo y que se constituye en un canto de profundo anhelo: “No existe amor que no sea llanto, ni tiempo sin vacío ni piel sin desgarro”.
La amistad con Jacobo y la empatía que siente por él comienzan a dar luz al relato. Es placentero compartir whisky, lecturas, tabaco y buenas conversaciones y no sentirse solo en la fría noche. Pero el narrador debe seguir buscando: sale a pasear y contempla la ciudad y ve a unos chinos trabajadores, unas señoras que se arreglan, unos abuelos en el parque, ve a esos hombres humildes que aparentemente tienen un sentido de vida y ve que “en la cantidad de mundos que caben en el mundo todo es nada o está abocado a la nada”. Poco después, el protagonista recibe la noticia de que su amigo ha sido brutalmente asesinado, sus miedos cobran sentido. La escena del tanatorio está marcada por la superficialidad y el convencionalismo, porque “la muerte, como casi todo es cosa de vivos”.
La soledad da paso a la valoración de la amistad, la empatía con el semejante y el consuelo de la comprensión. Cuando falta el compañero comienza una revisión profunda de la identidad, llega el recuerdo de vivencias de la infancia, el amor y la muerte, “final que ilumina la nada que envuelve al ser humano”. Un reencuentro con la madre y el significado de los cuentos que ella contaba le llevan a la determinación de investigar el caso de Jacobo. Entonces se inicia la segunda parte, el hallazgo de una mujer y la reflexión sobre el amor que es “estar perdido, desesperado en el instante del delirio” y olvidando las promesas, es un sobrevivirse a sí mismo a partir de lo ajeno.
Roto el corazón, el amor se desborda y ya que para odiar se precisa fuerza la resignación es un denominador común… pero aún quedan cosas por resolver en la vida de este melancólico narrador.
Por María Jesús Paredes