Hablar de
St. Vincent es hablar de
Bill Murray. El primer trabajo para el gran público del cineasta estadounidense
Theodore Melfy no deja de ser una comedia dramática sobre las segundas oportunidades, una lección sobre mirar a la vida con optimismo para recibir lo mismo de vuelta, la ceguera de las primeras impresiones y lo terapéutico de conectar con otros seres humanos. Una oda a la salvación personal gracias a 'santos' cotidianos y terrenales, en la que un viejo amargado que se ofrece a cuidar al hijo de su nueva vecina como parche temporal a sus problemas económicos. Lo que hace que un argumento de primero de guión de a luz una película distinta a todas las que podría haberse parecido es, básicamente, Bill Murray. Podríamos añadir el cuidado trabajo de fotografía, un acertado casting del niño protagonista (siempre complicado) y la sorpresa que da
Naomi Watts en su faceta más desenfadada. Pero San Murray sigue eclipsando al resto.
El libreto de
St. Vincent fue incluido en la
‘Black List’ de Hollywood de 2011, que reúne los mejores guiones no producidos cada año. No es de extrañar, puesto que el texto firmado por el propio Melfy tiene todos y cada uno de los ingredientes para considerarse un ‘Go!’ en el sistema de estudios del gigante americano: una madre divorciada y trabajadora, un niño que cambia de barrio/colegio/amigos regularmente, un viejo cascarrabias que vive con un gato y muchas botellas y la falta de amor a raudales que a Hollywood le encanta solucionar en pantalla grande. Tres actos con una duración y desarrollo convencionales y unos arcos de personaje de libro, perfectamente encajados en la historia, en el tempo y hasta en la música. La sencillez y efectividad del cine clásico –en el siglo XXI podemos considerar como tal el protagonizado por el otrora revolucionario antihéroe- hacen que, de entrada,
St. Vincent sea un producto cinematográfico solvente, capaz de arrancar más de una sonrisa y, sobre todo, emocionar.
Sobre una base adecuada, algunos ingredientes desvían ligeramente la película de la explotación del tópico. Valgan como ejemplo dos pinceladas. Por un lado, al personaje de la madre, interpretado por
Melissa McCarthy, se le presentan conflictos más allá del “no tengo tiempo para estar con mi hijo porque trabajo y me siento culpable” y rompe el maniqueísmo de ‘el bueno’ y ‘el malo’ en un divorcio, no tan común en un secundario. Por otra parte, resulta magistral cómo la trama atrapa al espectador y lo lleva donde quiere: a un punto en el que, bien entrada la película y a la par que el niño protagonista, se da cuenta de que sabe muy poco sobre viejo cascarrabias que lleva más de sesenta minutos centrando su atención. Ese es un
momento mágico.
La carrera de Murray se ha caracterizado por un
instinto muy particular a la hora de decidir en qué fregados se metía, probablemente pensando más en su satisfacción personal y, por qué no, su divertimento que en la voluntad de encontrar ese papel por el que será recordado. Puede que la gran oportunidad le viniera con
Lost in traslation, que le valió su hasta ahora única candidatura al Oscar, pero quizás la mejor definición de la ‘esencia Murray’ sea su cameo en la desatada
Zombieland.
Se parodió a sí mismo con un papel mínimo, se hizo querer y, de paso, mejoró en buena medida la película de Ruben Fleisher.
El director de
St. Vincent contó en primera persona cómo consiguió a Bill Murray, una odisea con correo postal de por medio (como su personaje, se ve que Murray prefiere los canales tradicionales) que ha permitido al público
disfrutar del mejor Vincent MacKenna posible (evitemos el callejón sin salida de tener que comparar a Murray con
Jack Nicholson, quien sonó en un primer momento para el papel). Ese
viejo gruñón, adicto al alcohol, a las apuestas y a las chanclas con calcetines y frecuentador de prostíbulos, irónico, malhablado y oportunista parece haber nacido de la pluma de Melfy para unirse en santo matrimonio con actor estadounidense.
Las quinielas de los
Oscar no contemplan el nombre de Murray como una opción fuerte, sobre todo porque la competencia este año es dura y porque el tono amable de la película y, por ende, del personaje no casa con la filosofía de los premios de la Academia. Sí se ha colado entre los candidatos a llevarse el
Globo de Oro, galardón que consiguió por
Lost in traslation en 2003, aunque de nuevo, y a pesar de su extraordinario trabajo, sus contrincantes se lo van a poner difícil. En cualquier caso, el
St. Vincent de Bill Murray es un ejercicio para el deleite del público en general y de sus fans en particular.
Venciendo la tentación de dedicar cada línea al actor, merece mención aparte la interpretación de
Naomi Watts. La actriz de
Lo Imposible nos da una sorpresa con un papel mucho más desenfadado y divertido que a los que nos tiene acostumbrados.
Y no se le ve nada mal en versión chabacana y hortera. Watts pone el contrapunto perfecto al resto de personajes como la prostituta rusa (muy logrado el acento) que parece vivir una existencia desestructurada pero termina cogiendo las riendas de una situación que al resto, aparentemente más rodados, se les escapa.
St. Vicent llega a las salas españolas este viernes proponiendo una emotiva comedia de fácil digestión y disfrute y un festival de
puro Murray.