Una maniobra sucia en la carretera, otra injusticia derivada de la desigualdad, la enésima multa de tráfico o un pico en la asfixia de las expectativas y las convenciones. Verse al límite no es tan difícil. Con una carga suficiente –a la orden del día para casi cualquiera-, el detonante más nimio y cotidiano puede prender la mecha. Lo complicado es permitirse estallar en lugar de contener la explosión, ahogarla en unos puños apretados o alguna palabra medio malsonante. La última película del argentino
Damián Szifrón es, en este sentido, casi terapéutica: 115 minutos de desquite que garantizan abstracción, goce y un regusto de satisfacción final que tiene que ver con algo brillante cuando se consigue en una comedia:
rebosar contenido.
Relatos Salvajes apuesta por una estructura, a priori, arriesgada en la medida en que no se ajusta a los esquemas habituales que el espectador asocia al cine actual:
seis episodios breves sin más conexión entre sí que la sinceridad del título que los engloba, ser salvajes. Por orientar al lector, se trata de una conversación aparentemente espontánea entre dos desconocidos durante un vuelo, una camarera que encuentra en un cliente un doloroso trozo de su pasado, una discusión de carretera llevada hasta las últimas consecuencias, la obsesiva lucha de un hombre contra la injusticia administrativa, una trama exquisita sobre el precio de la justicia y una inoportuna crisis de pareja durante la celebración de su banquete de boda.
Situaciones todas ellas que
rebuscan en la bajeza del ser humano, la visten de comedia y la presentan con violencia y ferocidad. En el fondo, lo que cuenta
Relatos Salvajes deprimiría al más optimista a base de venganza, inmovilismo, corrupción, cobardía, brutalidad, egoísmo, conveniencia, mezquindad, traición; realidades tan reconocibles, tan palpables, que es imposible limitarse a verlas desde la distancia. Situaciones patéticas que, presentadas con el tono, el ritmo y los diálogos diseñados por Szifrón, se tornan en
exuberantes dosis de placer cinematográfico. En este punto, el formato ayuda y, al mismo tiempo, hace más admirable el trabajo del cineasta argentino. Cada una de las seis piezas –que van aumentando correlativamente en duración e intensidad- es una píldora de adrenalina, capaz de provocar intriga, dolor, ansiedad, compasión, incomodidad y, por encima de todo, risas, en tiempo récord.
El tipo de humor va
de lo cotidiano a lo surrealista, tonteando con lo escatológico y echando mano de lo hiperbólico. Aunque es una película de situaciones, los personajes están bien definidos. Con apenas un esbozo, Szifrón hace que nos interesemos por ellos, y el trabajo de los actores termina de hacerlos cercanos, tridimensionales, justos merecedores de tantos spin-offs como amplio es el elenco.
Decía no hace mucho
Ricardo Darín que los cineastas pensaban en él porque tiene cara de tipo normal. En
Relatos Salvajes hace, efectivamente, de un tipo normal que, esta vez, se cansa de serlo. Y lo borda. Darín y
Leonardo Sbaraglia son, quizás, las caras más conocidas en España del reparto, además de
Darío Grandinetti y Oscar Martínez, que teje una brillante interpretación. Especialmente destacable es la labor de la actriz
Érica Rivas en su papel de recién casada a un ‘clic’ del desequilibrio.
El director se sirve de planos contrapicados y zooms para aumentar la sensación de violencia que impregna toda la película, coproducción, por cierto, hispano-argentina sostenida por
El Deseo, la productora de los hermanos Almodóvar, del lado español.
Una película fresca, delirante e irreverente, que busca la
diversión desinhibida, sin escrúpulos, y la satisfacción del espectador, al tiempo que macera un
trasfondo oscuro y dramático. Con la certeza de caer en la reiteración y matar la originalidad, pero asumiendo la mejor definición posible: una película salvaje.