No conozco en persona al poeta Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954), pero desde hace años los dos colaboramos con El Cultural, la revista dirigida con enorme rigor y brillantez por Blanca Berasategui. Yo escribo sobre novela extranjera contemporánea y, últimamente, sobre clásicos, preferentemente españoles. Irazoki escribe sobre poesía, destilando hondura, sencillez y buen criterio. Su condición de crítico es complementaria de su actividad como poeta, traductor y musicólogo. Nunca habíamos intercambiado correos electrónicos hasta que hace algo más de un año y medio rompí públicamente con el discurso de la izquierda radical. Estudié filosofía en los ochenta y, en esa época, ser marxista era casi un imperativo moral, al menos en unas aulas que actuaban como eco solemne del materialismo histórico y el posestructuralismo. Imagino que era un efecto retardado del Mayo francés y del franquismo, una dictadura que continúa deformando nuestra visión de la realidad. Olvidé la política durante décadas, limitándome a ejercer mis deberes de ciudadanía, que incluyen el voto y la tolerancia con las opiniones ajenas, pero cuando se desplomó Lehman Brothers, experimenté una verdadera conmoción. El fantasma de las grandes depresiones parecía algo del pasado. Sin embargo, las cifras de paro, desahucios, precariedad y endeudamiento no cesaban de crecer, situando a varios países europeos al borde de la quiebra. Ser profesor de instituto en barrios obreros de la periferia de Madrid me mostró de cerca los efectos más dramáticos de la pobreza. Es evidente que nadie esperaba algo semejante. Recuerdo que en el 2007, PP y PSOE hablaban del pleno empleo como un objetivo a corto plazo, sin que nadie les acusara de hacer demagogia.
A partir de 2008, la crisis económica y los escándalos de corrupción minaron la confianza en las instituciones y en los partidos mayoritarios, que maniobraron con indudable torpeza en un contexto radicalmente opuesto a sus expectativas. Las circunstancias propiciaron la aparición de nuevas fuerzas políticas con un discurso radical, que elogiaba a Chávez, los hermanos Castro y el Movimiento Vasco de Liberación Nacional, punta de lanza del internacionalismo socialista en la Europa de los mercaderes. Algunos nos dejamos arrastrar por esa monserga, desempolvando los áridos panfletos de Lenin, Mao y el Che Guevara, un aventurero de gatillo fácil. Imagino que el nazismo provocó una psicopatología de masas de características parecidas. Afortunadamente, siempre es posible salir de un mal sueño. Yo lo hice, rectificando y pidiendo excusas por las opiniones expresadas. Me ayudó un magnífico ensayo de Octavio Paz, “Polvos de aquellos lodos”, que releí con “frío en el alma”. Publicado en 1974, el texto se recogería más tarde en El ogro filantrópico. El Nobel mexicano reflexionaba sobre las posiciones políticas de los escritores de su generación, que percibieron el marxismo como una utopía redentora. Las injusticias del capitalismo alentaron esa actitud, ocultando que la Unión Soviética se había construido con el terrorismo bolchevique, germen del futuro sistema de campos de trabajo forzados. El famoso archipiélago Gulag había destruido millones de vida en nombre de la paz y el bienestar del pueblo trabajador. No era culpa de Stalin, sino del marxismo, una doctrina regresiva y antidemocrática. Los intelectuales que se hicieron comunistas por “un impulso generoso de indignación” se dejaron atrapar por “una malla de mentiras, falsedades, engaños y perjurios hasta que perdieron el alma. Se volvieron, literalmente, unos desalmados”. Lejos de cualquier forma de autocomplacencia, Octavio Paz señalaba su participación en esa trágica deriva: “Nuestras opiniones en esta materia no han sido meros errores o fallas en nuestra voluntad de juzgar. Han sido un pecado, en el antiguo sentido religioso de la palabra: algo que afecta al ser entero. Muy pocos de nosotros podrían ver frente a frente a un Sholzhenitsyn o a una Nadezhda Mandelstam. Ese pecado nos ha manchado y, fatalmente, ha manchado también nuestros escritos. Digo esto con tristeza y humildad”.
La autocrítica de Octavio Paz me infundió valor para escribir una serie de artículos que manifestaban mi repulsa hacia el revisionismo de izquierdas, capaz de reinventarse la historia, convirtiendo vulgares y horripilantes crímenes en actos revolucionarios. Así como hay un revisionismo que niega el Holocausto, se ha abierto paso un populismo que tributa alabanzas a Stalin, Pol Pot y Kim Il-sung. Son fenómenos con una relación intrínseca. No es extraño que el abogado Horst Mahler, uno de los fundadores de la Fracción del Ejército Rojo (organización terrorista de extrema izquierda más conocida como “Baader-Meinhof”) se pasara a las filas del neonazismo, aclamando a Hitler como “el salvador del pueblo alemán” y justificando el exterminio de los judíos europeos como “un acto de razón”. Mi rectificación pública me costó un linchamiento virtual. En las redes sociales, me lanzaron toda clase de insultos y algunas amenazas tan grotescas como poco creíbles. No voy a negar que la lluvia de agravios me afectara, especialmente porque duró varios meses, pero los mensajes de apoyo de Fernando Aramburu, Nuria Azancot, Carlos Morales del Coso y Francisco Javier Irazoki me prestaron una ayuda inestimable, afianzándome en mis convicciones. Irazoki me envió un breve y emotivo mensaje: “¿Te insultan por tus recientes análisis políticos? Yo te doy un abrazo largo, muy cálido, fraternal”. Era la primera vez que se dirigía a mí, pero hablaba con el afecto de una vieja amistad. Aramburu, excelente escritor y mejor persona, me señaló que los amigos de Irazoki le llaman Zoki, por su carácter apacible y bondadoso. Al parecer, fue una ocurrencia de Aramburu, que consideró que no había un ápice de “Ira” en su amigo más entrañable. Meses después, Zoki me envió Los hombres intermitentes, una hermosa autobiografía poética de la que hablaré en mi próximo artículo. Aramburu prologa el libro, señalando que los últimos poemas presentan a Zoki como “un hombre intermitente, que deja de existir cuando no lo aman y, cuando lo aman, vuelve a la existencia”. Zoki parece un hombre feliz, amado. Su mirada es limpia, transparente, y su abundante barba le hace parecer un santo humano, muy humano. Los hombres buenos son tan esenciales como el aire. Saber que existen, conocerlos, nos reconcilia con nosotros mismos, y nos permite creer en la fuerza de la ternura para construir un mundo sin odio ni violencia.