Si dijese que esta novela se centra en lo acontecido en la Central Nuclear Vladimir Ilich Lenin, posiblemente nadie sabría a que me refiero, pero si se lee la palabra Chernóbil entonces se disipan todas las dudas. El accidente nuclear que aconteció hace casi treinta años y que estremeció a toda Europa es el protagonista de esta novela. Cuando ocurrieron los hechos todavía existía el Telón de Acero, la Guerra Fría estaba en todo su apogeo y por lo tanto las autoridades soviéticas hicieron algo que se les daba muy bien: ocultaron toda la información posible a la sociedad y el resto del mundo. Aunque tampoco se les puede achacar a ellos la única tergiversación de la verdad, ya que todos los países europeos trataban de tapar ante la población la realidad sobre la nube de radiactividad que gracias a los vientos del este se dispersó por toda Europa, llegando incluso hasta Cataluña.
La novela comienza con el traslado forzoso de un policía -represaliado por el Soviet Supremo-, desde Moscú hasta la ciudad de Pripyat, en Ucrania, justo unos días antes de que ocurra el accidente. Cabe recordar que esta ciudad es la que se encontraba más cercana a la central nuclear ya que se levantó precisamente para albergar a los obreros que trabajaban en su construcción. La redacción en primera persona, y con la perspectiva del que recibe las órdenes de la autoridad política, da un ritmo trepidante a la novela que aproxima a esos trágicos días tanto a quienes los recordamos como a los que por edad no han tenido más referencia que alguna noticia en alguno de los aniversarios de la catástrofe.
Una de las cosas que más se agradece en este libro es lo accesible de las explicaciones sobre los fenómenos físiconucleares que se dan en las centrales, sorprende lo fácil que nos lo pone el autor a la hora de poder entenderlo. Alberto Pasamontes ha conseguido el reconocimiento a la maestría que derrocha al ganar el XVIII Premio Francisco Pavón de Narrativa, centrado en la novela negra.
Acercarnos a descubrir la verdad de los acontecimientos de aquellos días y ver cómo funciona la perversa maquinaria del Estado, pensando más en no ofrecer el más mínimo síntoma de debilidad o fracaso, en vez de tomar las medidas oportunas y evacuar a la población para tratar de salvar vida de los habitantes de aquella zona. Todo por y para el Estado y la imagen de éxito total de lo que finalmente demostró estar abocado al desastre, el utópico paraíso soviético, más afín a una pesadilla que a algo idílico y socialmente justo. A día de hoy en Pripyat la naturaleza ha reconquistado el terreno que el hombre le arrebató, sigue siendo una zona de exclusión y seguridad, y solo la construcción de un nuevo sarcófago que contenga al existente, lleno de grietas, volverá a generar tránsito de personas y maquinaria, recordando a aquellos heroicos liquidadores que se jugaron su vida para levantar el primero y contener la radiación.