Un ataque al corazón ha terminado con la vida de Julián Simón de la Torre, el socialista mirandés que ha representado a la Provincia de Burgos en las Cortes de Castilla y León, en el Congreso de los Diputados y en el Senado, desde 1983 hasta hace unos pocos meses. Hijo de Julián Simón Romanillos, el recordado alcalde de Miranda de Ebro, ha seguido a su padre, al que tanto admiraba, en su militancia política, y finalmente, le ha seguido, mucho antes de lo que hubiera sido lógico, por los caminos que abre la muerte hacia el infinito.
Su hija, María, me pidió que dijera unas palabras cuando despidiésemos definitivamente a su padre, “como cuando lo hiciste cuando mi abuelo murió” (en el verano de 2010). Esa petición, que también era de Begoña, la madre de María, supe que procedía de lo más profundo de la relación de amistad que Julián y yo habíamos cultivado dichosamente durante treinta y tres años de vida política.
Sin embargo, no es la admiración del amigo lo que me lleva a recordar las virtudes públicas y privadas de Julián Simón de la Torre. Julián, aunque todavía joven, ha sido considerado un “socialista histórico”. En efecto, él ha ostentado grandes responsabilidades en las distintas Cámaras legislativas para las que fue elegido -hasta la vicepresidencia de las Cortes de Castilla y León-, pero sobre todo, Julián ha desarrollado una formidable actividad social y política, como dirigente del Partido Socialista, durante todos estos años.
Insisto que no es pasión por el amigo que se ha ido para siempre. Desde hace tiempo, he manifestado que Julián Simón ha tenido una vocación política de primer orden, y con ello quiero decir que su inteligencia para descubrir y analizar los sentimientos de la gente ha sido prodigiosa.
¿Intuición política de quien hablaba con propios y extraños? ¿Inteligencia emocional de quien era capaz de sufrir y de alegrarse con sus vecinos y con ciudadanos desconocidos? En cualquier caso, durante muchos años, con miles y miles de kilómetros recorridos, haciéndose presente en múltiples lugares, con horarios extravagantes, asistiendo a reuniones interminables, yendo a fiestas locales o a trágicos velatorios de compañeros fallecidos y de personas asesinadas por ETA y otros terroristas, la descomunal actividad desarrollada por Julián -¡hoy le diríamos que debería bajar el ritmo y tampoco nos haría caso!- es una prueba de esa vocación política (que según Max Weber se parecía a la vocación religiosa de los puritanos), y que explicaría los muchos éxitos de nuestra democracia actual.
El ejemplo de Julián, como el de los mejores políticos de este tiempo, ha sido una delicada intersección moral de una red humana que ha sostenido firmemente la convivencia democrática en España. Ahora que se olvida, o se ignora, las dificultades que superamos, y que el éxito de nuestra democracia se quiere ver como si hubiera sido puramente natural, el trabajo de Julián Simón, con su desprendimiento personal, y también con la alegría de una vocación realizada, aparecerá, cada vez más claramente, como la base de un activismo político que nos convirtió en un país moderno, tolerante, y amante del diálogo y de los Derechos Humanos.
Por eso es acertado describir a Julián Simón como un representante histórico. Su figura y el recuerdo de su vocación política permanecerán, porque toda comunidad humana necesita para afirmar sus valores esenciales de ejemplos como el suyo.
Julián Simón ha entrado en la historia, en los miles de historias humanas que se cruzaron inolvidablemente con la suya, y su presencia, la de un hombre cabal y con ganas de reírse incluso de sí mismo, se mantendrá mientras las diversas comunidades espirituales -sean donde descansan las cenizas de nuestros familiares, o las más amplias y lejanas, como Miranda, España, Europa y hasta la Humanidad-, se sigan rigiendo como comunidades por los valores que fueron los ideales básicos por los que Julián luchó durante su vida. Y esa sensación de que él sigue entre nosotros, es una alegría para su familia en medio de la gran desolación.
He aprendido mucho de su inmenso sentido común, y de su ética personal, y ambas virtudes se expresaron en él con una lealtad admirable y gozosa. La lealtad no es ciega fidelidad, y Julián Simón eso lo entendió con total claridad. La fidelidad puede conducir a ser cómplice de abusos y hasta de delitos, y por eso la fidelidad es propia de sociedades de amos y siervos. La lealtad es más racional y crítica, es propia de la moral democrática, pero se apoya también en sentimientos primarios del ser humano. Muchas veces se plantea un dilema político: si soy leal a mi amigo, aunque vea que va a perder, con razón o sin ella, yo prefiero perder con mi amigo, por la única razón de que él es mi amigo.
Yo me he hecho mejor persona razonando con Julián de tales dilemas, a lo largo de los años, y hasta el domingo pasado, cuando hablé con él por última vez. Por eso le recordaré toda mi vida.