Este martes, el Teatro Real ha estrenado con un éxito inesperado la ópera inacabada de Arnold Schönberg, Moisés y Aarón, dirigida por Romeo Castellucci.
El estreno de este martes en el Teatro Real de la ópera inacabada de Arnold Schönberg, Moisés y Aarón, se ha saldado con el indiscutible - y en parte inesperado - aplauso del público a la vanguardista propuesta de Romeo Castellucci, en la que han destacado el Coro y la Orquesta Titulares del Teatro Real.
Para Joan Matabosch, director artístico del teatro de la Plaza de Oriente, el estreno de esta coproducción del Teatro Real y la Ópera Nacional de París, donde pudo verse el pasado mes de octubre, iba a ser el acontecimiento de la presente temporada. Lo había afirmado rotundo durante las últimas semanas, creando por otra parte esa expectación, siempre agradecida y necesaria, con la que el público acude a un estreno de ópera. Sin embargo, la complejidad de la propuesta vanguardista del director de escena italiano Romeo Castellucci, la crudeza de una obra alumbrada en la oscuridad de los albores del nazismo y la propia partitura del padre del dodecafonismo resultaban a priori volátiles y poderosos ingredientes cuya mezcla no siempre lleva asegurado un deleite apto para todos los paladares. O lo que es igual, no garantiza la respuesta entusiasta del público nada más caer el telón casi dos horas después de haber ocupado sus localidades. Sin entreactos. Más aún, papeletas para que, siguiendo la tradición, el respetable premiara voces y foso castigando al mismo tiempo la escena, desde luego existían y estaban repartidas. Sin embargo, a la espera de lo que ocurra en las seis representaciones que tendrán lugar en el coliseo madrileño hasta el próximo 17 de junio, las diferentes piezas de la comprometida, y controvertida, versión de Castellucci parecían encajar anoche con el indiscutible buen trabajo de las voces solistas - Albert Dohmen creando un potente Moisés y John Graham-Hall, en el rol de Aarón -, las 80 voces del coro y de los 110 músicos dirigidos por la batuta de Lothar Koenigs.
Así, esperado o no, el casi siempre temido momento de “juzgar” a los responsables de la escena se traducía en aplausos que no dieron opción a que se escucharan las protestas, esta vez en extraña minoría. Con una escena que pretendía, de acuerdo con las palabras del propio director de escena italiano, recoger en toda su esencia la respuesta del compositor alemán a la angustia de la historia, Castellucci, premiado o no, arriesga en realidad tanto que no logra evitar ciertos clichés del teatro de vanguardia. Y que precisamente por repetitivos han dejado de “asustar”, como los desnudos integrales o las carreras por el escenario en tono de protesta. El que no asusta, pero podría crear cierta polémica, es Easy Rider, un imponente toro charolés que en París obligó a reforzar el escenario para evitar que el peso del hermoso ejemplar causara un estropicio y que llevó a recoger firmas, sin éxito, para exigir que se prohibiera su intervención en la ópera de Shönberg. Aún está por ver la reacción por estos lares a la interpretación que “realiza” Easy Rider del becerro de oro.
El inmenso toro sobre el escenario simboliza en todo caso el carácter de grandiosidad que Castellucci otorga a su puesta en escena, que no a la escenografía. Incluido el charolés, el montaje del italiano exige la implicación directa de más de 400 profesionales si al coro, a los solistas y a los músicos, sumamos los 40 bailarines, los más de 20 figurantes, el equipo de alpinistas y de submarinistas. Todo un despliegue que contrasta con una escenografía desnuda en la que todo lo vemos a través del pensamiento: las palabras que aparecen sin tregua durante casi toda la primera hora. Palabras que se suceden a distinto ritmo, unas veces sin aparente relación y otras, en cambio, pertenecientes a una determinada categoría. Palabras sustituyendo a las imágenes prohibidas por Moisés, que para Aarón por el contrario resultan en algún momento necesarias. Ver para creer.
Y es que la obra gira en torno a estos dos hombres que, si bien por métodos distintos, pretenden alcanzar un mismo objetivo: liberar al pueblo sometido. No podía imaginar Arnold Shönberg que su paso por la pequeña localidad de Mattsee, a pocos kilómetros de Salzburgo, fuera a cambiar su vida. Y, por supuesto, su obra. Ocurrió durante el verano de 1921. Shönberg acababa de darse de bruces con una realidad que iba a empeorar hasta derivar en el mayor holocausto de Europa y por la que hasta entonces él había transitado de puntillas. El hotel en el que se hospedaba le obligó a marcharse por su condición de judío, a pesar de que se había convertido al protestantismo en 1898, y aquel incomprensible episodio le forzó, sin embargo, a comprender. “Por fin he aprendido la lección que forzadamente me han enseñado este año, y nunca la olvidaré”, escribió Shönberg a su amigo Kandinsky, consciente de que su producción artística iba a cambiar con él. A la medida de su pensamiento y de su compromiso. La ópera Moisés y Aaron representa la respuesta dramática al aumento de los movimientos antisemitas, que crecían sin aparente remedio y ninguna contención en el centro de Europa durante aquellos terribles años en los que el odio germinaba a cada paso apuntando a la comunidad judía. “No soy un alemán, ni un europeo, de hecho a duras penas soy un ser humano”, le decía a Kandinsky en aquella misma carta, antes incluso de su regreso oficial al judaísmo años más tarde. Shönberg, a pesar de todos los años que dedicó a esta obra, nunca la terminó. La razón para que el tercer acto quedara inconcluso, en opinión de Castellucci, fue que, igual que a Moisés, también al compositor le asaltaron las dudas. En su caso, sobre la dodecafonía. Y aquello tuvo que resultar devastador, porque él mismo la había alumbrado. Schönberg, padre de la música dodecafónica, había dejado de creer en su hija.