A escasos días de que el Reino Unido dilucide si permanece o abandona la Unión Europea, nada más oportuno que este libro y nada más necesario que recordar cómo concibió Winston Churchill, uno de los grandes referentes ideológicos del Partido Conservador, la unidad europea.
Para ello, Belén Becerril ha realizado un extraordinario trabajo de síntesis y análisis del pensamiento europeo de Churchill, a través de una cuidadosa selección de sus más significativos discursos. Sin embargo, la labor de la doctora Becerril va más allá. En efecto, nos propone un prólogo en el que desentraña el objeto de estudio en sus partes integrantes y lo contextualiza. El resultado es un capítulo brillante en cuanto a su exposición, magistral en lo relativo a la documentación y con una capacidad para relacionar acontecimientos que corrobora su solvencia intelectual y su rigor científico. Asimismo, permite que el lector sepa qué va a encontrar más adelante, puesto que ordena el contenido.
Con todo ello, Belén Becerril nos advierte de cómo Churchill (y su mayúscula figura) ha sido empleado como argumento de autoridad en diferentes etapas de la reciente historia británica, en ocasiones adulterando sus argumentos. De esto último es buen ejemplo el escenario actual, donde sobresalen numerosos adalides del Brexit que distorsionan las tesis de Churchill para avalar posturas aislacionistas/nacionalistas.
En ese sentido, al término de la obra, el lector extraerá como conclusión principal que el protagonista abanderó la unidad europea, convirtiéndose en una suerte de visionario de la misma; sin embargo, en ningún caso dejó sentado que su país debiera formar parte obligatoriamente de la misma como Estado miembro. No obstante, tampoco defendió una suerte de renuncia infinita. En este punto radica la originalidad de Churchill y la necesidad de estudios como el de la profesora Becerril Atienza.
En efecto, Churchill contempló la unidad europea como la gran herramienta para evitar que se repitieran las guerras intestinas que habían asolado al “viejo continente” durante la primera mitad del siglo XX. Además, propuso un rol protagonista para Alemania, consciente de que el revanchismo que caracterizó a los vencedores tras 1918, sembró las semillas del nazismo y el fascismo (cuyo funcionamiento liberticida él anticipó, sin ser escuchado).
Junto a ello, no debemos subestimar que se convirtió en el portavoz autorizado de los países del Este de Europa que habían caído, no de manera voluntaria, bajo la tiranía del comunismo soviético y hacia los cuales siempre emitió palabras de apoyo y comprensión. A modo de ejemplo: “Si el Telón de Acero se levantara, si se permitieran las relaciones comerciales y culturales en libertad a los cientos de millones de seres humanos de buen corazón que viven a ambos lados, el poder de la aviesa oligarquía de Moscú sería muy pronto laminado y el encanto de las doctrinas comunistas destruido” (pág. 100).
Así, a partir de 1945, Churchill ejerció un liderazgo en la escena internacional, aún sin ser primer ministro británico. El laborismo se había impuesto en las elecciones celebradas al término de la Segunda Guerra Mundial, pese a lo cual, el Gobierno de Clement Attlee tuvo escasa influencia en los planes que condujeron a la unidad europea, la cual percibió, dicho sea de paso, de manera cortoplacista y con elevadas dosis de desdén, que Churchill condenó y calificó como “socialismo insular” (pág. 142).
En consecuencia, cuando en 1951 se produjo su retorno al número 10 de Downing Street, fueron muchos los que pensaron que bajo su gobierno, Reino Unido se uniría a la CECA. Los acontecimientos demostraron lo contrario. Sin embargo, el rechazo de Churchill a formar parte de la Europa unida fue elegante y no buscó el enfrentamiento. Simplemente, otorgó prioridad a otros escenarios como la Commonwealth y la relación especial con Estados Unidos, producto de que en él aún primaba una visión excesivamente grandilocuente del rol que a su país le correspondía jugar en el tablero global. Al respecto, afirmaba que “Gran Bretaña es una parte integrante de Europa y deseamos desempeñar el papel que nos corresponde en el renacimiento de su prosperidad y grandeza. Pero Gran Bretaña no es un simple estado aislado. Ella es la fundadora y el centro de un imperio mundial y de la Commonwealth.” (pág. 134).
Por tanto, el protagonismo que concedió a la unidad europea durante el periodo 1945-51 contrasta con el menor espacio de que dispuso dicho tema en sus discursos a partir de 1951. Aún así, avaló la primera petición de entrada (Gobierno de Harold MacMillan), si bien guiado más por el pragmatismo/realismo que por la eurofilia.