Esta poco conocida y escasamente representada pieza de Lope de Vega cobra novedosa vida, intenso brío y sorprendente vigencia en esta lograda y refrescante versión, debida a Yolanda Pallín, dirigida por Roberto Cerdá, e interpretada con ímpetu por el elenco actoral de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico.
La villana de Getafe, de Lope de VegaVersión: Yolanda Pallín
Director de escena: Roberto Cerdá
Movimiento escénico y coreográfico: Marta Gómez
Escenografía y vestuario: Ana Garay
Intérpretes: Ariana Martínez, Mikel Aróstegui, Marçal Bayona, Raquel Varela, Paula Iwasaki, Carlos Serrano, José Fernández, Almagro San Miguel, Alejandro Pau, Miguel Ángel Amor, Loreto Mauleón, Nieves Soria, Marina Mulet, Alfredo Noval, Pablo Béjar, Sergio Otegui y Pepa Pedroche
Lugar de representación: Hospital de San Juan (Almagro)
Al caluroso pueblo de Almagro llega la refrescante versión de La villana de Getafe, comedia de Lope de Vega a cargo de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico. Una pieza cómica desatendida históricamente que recobra un nuevo brillo y sorprendente vigencia gracias a la actualización del texto de Yolanda Pallín, la eficaz dirección escénica de Roberto Cerdá, la creatividad escenográfica de Ana Garay y el esplendor gestual y coreográfico que le imprime Marta Gómez. Mucho talento entrecruzado que le otorga una segunda vida vigorosa y jovial a una obra que parecía definitivamente relegada a la venerable condición de reliquia arrumbada entre el polvo de los viejos libros para eruditos.
La elección del texto se ha llevado a cabo con segura puntería, al detectar en él, entre líneas, una actualidad oculta bajo las apariencias convencionales del tradicional juego de parejas del teatro barroco. Don Félix, joven y agraciado hidalgo, deja en Madrid a su acaudalada y celosa prometida, doña Ana, para viajar por asuntos de negocios a Sevilla. Al poco de salir de la Corte, se ve obligado a herrar sus cabalgaduras en el pueblecito de Getafe, en cuyas calles se encuentra con Inés, labradora de condición humilde que don Félix ya había seducido y enamorado cuando coincidieron ambos en la capital del reino. El apuesto galán decide, en el acto, postergar sus obligaciones para disfrutar sexualmente de la apasionada Inés, bajo promesas de matrimonio que nunca piensa cumplir. Esto es solo una mínima parte de la compleja trama que Lope de Vega pone en marcha con una fulminante velocidad.
En ese raudo comienzo ya se dan, implícitas, las ofensas sobre las que se sustenta la modernización de la puesta en escena de Roberto Cerdá. La ciudad populosa y corrupta agravia a la villa trabajadora e inocente, en una dialéctica entre pueblo y gran urbe sobre la que acaba de meditar Sergio del Molino en su ensayo La España vacía. Se plantea también el ultraje, todavía muy Antiguo Régimen, de la aristocracia frente al pueblo llano, deslumbrado, por cierto, ante el resplandor de sus amos. Será un tema de largo recorrido, retomado desde autores románticos como Théophile Gautier en La maja y el torero -o Intriga y amor, de Friedrich Schiller-, o bien narradores realistas como Galdós en Fortunata y Jacinta, en un larguísimo etcétera que llega hasta los filmes Roncom más actuales. Los adinerados, pues, mancillando a los desposeídos. Y reducido a su esquema aún más elemental y primario, los de arriba afrentando a los de abajo, de modo que los de abajo hostigan a los de arriba en un diagrama que ha puesto de moda en la España de hoy el Movimiento del 15-M y las movilizaciones sociales y políticas que han seguido su estela y que tanta impronta están dejando en nuestro teatro de ahora mismo.
Establecida la analogía entre la deshonra del pasado y la efervescencia ideológica del presente, la ofensa de los de arriba -doña Aña, don Félix- hacia los de abajo, y la venganza de estos -Inés, Pascuala, Hernando, contra las arrogantes alturas-, el proceso de actualización del director Roberto Cerdá disponía ya de una línea de trabajo nítida que sin duda ha explorado con un atrevimiento y una audacia que solo le es permitida a la Joven Compañía, y que probablemente sea un camino vedado a la estética más tradicional y limitada de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Esa desenvoltura le facilita a Roberto Cerdá, junto a la autora de la versión, Yolanda Pallín, transformar, por ejemplo, las cabalgaduras con que don Félix y su criado Lope abandonan Madrid en un lujoso automóvil deportivo similar a los que lucen las celebridades o los astros de la liga de fútbol. Lo que a su vez hace posible que las labradoras Inés y Pascuala se transfiguren en dos esforzadas mecánicas de un taller de reparación de vehículos a motor en Getafe, donde viene a parar el cochazo de don Félix. La escenografía de Ana Garay añade a todo ello un punto de ultramodernidad, al proyectar sobre el muro ese fabuloso automóvil violeta diseñado ahora por ordenador, con la estética pop de una animación para un videoclip, que puede circular quiméricamente por los túneles de la madrileña Calle 30, recurso que ya admiramos, a otra escala, en la puesta en escena operística de La flauta mágica, de Mozart, dirigida por Suzanne Andrade & Barrie Kosky.
El malabarismo de la diversión queda asegurado gracias a las chanzas ahora añadidas a las imprevisibles ocurrencias del propio Lope. Guasa, por cierto, de un gran nivel de ejecución. El mundo de los privilegiados no imita ningún escenario real. El edificio de la millonaria doña Ana asemeja los cubos de las casas prefabricadas, subrayando la artificiosidad baldía de su universo, y marcando ante todo los tres niveles de altura que simbolizan los diferentes estratos sociales que separan a unos de otros, desde la servidumbre y los obreros a ras de suelo hasta el pináculo ocupado por el opulento Urbano y su veleidosa hija doña Ana. Una escala por la que solo se puede ascender -o descender, según sea el caso-, en virtud del dinero, del sexo o el fraude mejor urdido.
Las ventanas dejan ver a sirvientes vigilantes que levantan misteriosamente teléfonos extraídos de las más sobresalientes tramas de AlfredHitchcock y muros trasparentes a través de los cuales vemos siluetas al más puro estilo de Bob Wilson donde contemplamos escenas de negocios sucios, depravación, degeneración sexual y vicios perversos varios, que este montaje añade con ademanes y pantomimas al ya despreciativo texto de Lope contra las clases altas. En cualquier caso, su opulencia no está evocada por los edificios sino más bien mediante el soberbio vestuario diseñado por Ana Garay. Una vestimenta que rememora a la de las clases pudientes de las superproducciones anglosajonas, y que se inspira a su vez en esos cómics, que vitupera el decadente y ocioso universo de los multimillonarios, así como en las versiones de estos en películas de animación para adultos. Los mismos actores subrayan sus caracteres, de nuevo en la estela de Bob Wilson, asumiendo registros, tonos de voz, movimientos propios de un dibujo animado que se incorporan a formas más tradicionales comola clásica comedia del arte.
El texto no se resiente ante esta vigorosa dinamicidad. En ocasiones, Yolanda Pallín introduce pequeñas gamberradas, alteraciones que no vienen si no a acentuar la hilaridad de la acción. Por ejemplo, el momento en que don Félix descubre el engaño en que ha caído y el verso de Lope de Vega dice: “¡Vive el cielo, que corrido estoy!”, por lo confuso y afrentado que se siente, donde la versión que hoy vemos en el Hospital de San Juan lo sustituye por la exclamación: “¡Vive el cielo, que jodido estoy!” Estas jocosas transgresiones no empañan, sin embargo, la belleza lírica de la poesía de Lope. Cuando llega el instante de enunciar sus bellísimos sonetos, Roberto Cerdá hace detener la representación, al estilo de las inmovilizaciones del teatro kabuki japonés, la acción se congela con los actores parados en los violentos escorzos propios de la viñeta de un cómic, mientras que el intérprete declama el poema rompiendo la cuarta pared, con el halo de luz en torno suyo y la mirada directamente frontal al público. Ya sabemos que el soneto era la fórmula métrica favorita para una meditación. Hecha esta, la acción vuelve a su ritmo trepidante, a su movilidad sin fin, a la orquesta que impone un vivísimo baile coreográfico, dando al espectáculo la palpitación de un corazón joven y la ilusión llena de espejismos de felicidad. Una batuta que trasmite al montaje una deliciosa vitalidad.
Tanto el drama escrito por Lope de Vega como su creativa puesta en escena siguen,obviamente, ninguna pauta realista, sino más bien la lógica implacable de los sueños y de los deseos, cuya dialéctica atrapa aún con más seguridad la identificación del público a través de sus apetitos y la veracidad de sus pasiones, antes que por la verosimilitud naturalista. La villana de Getafe se adentra en este aspecto, en lo que Charles Mauron denominó “las fantasías del triunfo”. Señalaba que en estos casos la carcajada brotaba en el espectador por el triunfo -quimérico- que el drama le ofrece para superar sus propios miedos. Cuanto más profundo y amenazante es el miedo clavado en la conciencia, mayor será la risotada al verlo vencido en escena. Aquí, el miedo a la indigencia, a la desposesión, a ser pisoteado y utilizado como un guiñapo por el poderoso opulento, se vence mediante la venganza de la labriega-mecánica de automóviles, Inés, que se las ingenia para hacer doblar la rodilla a sus arrogantes verdugos.
El hilo de la trama descansa por lo tanto en la revancha de Inés, con un culebreo inaudito que resuelve la brillante joven actriz Paula Iwasaki. Inés pertenece al séquito de las mujeres terribles capaces de arbitrar los más ingeniosos ardides, enredos y maquinaciones con los que manejan a los hombres y se burlan de las mujeres que han tratado de humillarla. Esta es la fantasía de triunfo que, como una alucinación risueña, vence en escena a la injusticia. Paula Iwasaki encarna a una labriega que es una obrera, a una mujer joven profundamente apasionada, a una hembra que sabe disfrazarse de sirvienta para hacer y deshacer matrimonios en una gran casa donde prevalece el poderío del dinero, hasta el punto de travestirse en un hombre indiano, con un desternillante acento mexicano, para enamorar a otra mujer gracias a su talle, halagos y un dinero que no tiene, hasta desbaratar todos los enlaces matrimoniales acordados por interés. Formidable la vibrante tarea de Paula Iwasaki en tan dispares registros cómicos y dramáticos que se suceden uno tras de otro a una velocidad de vértigo.
Su víctima inicial es doña Ana, encarnada por Ariana Martínez. Como hija de potentado, sus decisiones se guían por el antojo, la arbitrariedad, el capricho maniático y la más incomprensible extravagancia. Ariana Martínez la interpreta a partir de una sensualidad sin rienda, con dejes que combinan la niña pija con la choni. Una labor de actualización más que laudable que nos hace evocar a ciertas frikis adineradas que circulan por los platós de la telebasura. Pero la gran víctima de Inés será el hombre que la engañó, don Félix. Un personaje que Mikel Aróstegui representa oscilando entre un hedonismo sensual que le arrastra, y la inquebrantable codicia de seducir a la mujer con más patrimonio y riquezas que se cruce en su camino y le procure un matrimonio con el que darse una eterna gran vida.
El culto a la hacienda adquirida a través de la seducción de la mujer adecuada y el desprecio a los sentimientos amorosos verdaderos, vejados sin piedad, le convierten en la diana preferente a batir durante toda la obra. El extenso elenco de actores contribuye con una interpretación colectiva de alto nivel a que este complejo mecanismo de relojería teatral marque cada minuto con precisión suiza, aunque sería injusto no subrayar el trabajo interior de Carlos Serrano en el papel de Hernando, el enamorado labriego-mecánico-conductor con su amor íntimo y paciente hacia Inés, así como la formidable labor expresiva de Alfredo Noval, escudero-recepcionista, en un extraordinario y austero trabajo gestual desarrollado con memorable eficacia en un segundo plano.
La “fantasía del triunfo” de los de abajo se cumple, y la victoria escénica sobre nuestros miedos sociales culmina haciendo saltar como un muelle nuestra risa y satisfacción. Aunque Roberto Cerdá y Yolanda Pallín no han querido concluir la comedia con las simultáneas bodas felices de las distintas parejas. La situación social y política del ahora más inmediato apremia. La condena a los banqueros, los movimientos de capital, los paraísos fiscales, los fondos de inversión y el poder de los mercados impiden ese desenlace dichoso, cortándolo en una conclusión deliberadamente abrupta.