El 9 de enero falleció Zygmunt Bauman a los noventa y un años. Una edad en la que mantenía intacta su lucidez, tras una vida cargada de vicisitudes donde elaboró una de las obras fundamentales e imprescindibles para comprender nuestro cada vez más complejo presente. Nacido en la bullente localidad polaca de Poznán en el seno de una familia judía, aunque no practicante, los Bauman se vieron obligados a partir al exilio como consecuencia de la invasión de Polonia por los nazis. Después de pasar varios años en la extinta Unión Soviética, donde se alistó en el Ejército rojo, regresó a su país natal. Se casó con Janina Lewinson, superviviente del gueto de Varsovia, ciudad en la que impartió clases de sociología y filosofía en su Universidad. Pero en 1968 tuvo de nuevo que marcharse de su nación ante las purgas y la ola de antisemitismo promovidas por el Gobierno comunista, ideología en la que militó hasta que le causó una profunda decepción. La salida de Polonia le llevó a establecerse durante un tiempo en Tel Aviv, para, finalmente, recalar en la Universidad de Leeds, urbe del norte de Inglaterra donde murió.
Bauman padeció en carne propia el acoso, aunque, afortunadamente, no derribo, de los dos totalitarismos, el fascista y el comunista, que, además de marcar a sangre y fuego el siglo XX, le proveyeron de consignas y soflamas. Pero las consignas atacan el ejercicio de pensar sin anteojeras, la tarea de explicar, indagar, más allá de lo preconcebido. Una labor de la que todo auténtico intelectual no puede abdicar. Como no lo hizo Bauman. Al respecto, merece recordarse su discurso en la entrega del premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, que se le otorgó en 2010. Tomando como eje el elogio a Cervantes, señala Bauman, entre otras reflexiones: «Hacer pedazos el velo, comprender la vida... ¿Qué significa esto? Nosotros, humanos, preferiríamos habitar un mundo ordenado, limpio y transparente donde el bien y el mal, la belleza y la fealdad, la verdad y la mentira estén nítidamente separados entre sí y donde jamás se entremezclen, para poder estar seguros de cómo son las cosas, hacia dónde ir y cómo proceder. Soñamos con un mundo donde las valoraciones puedan hacerse y las decisiones puedan tomarse sin la ardua tarea de intentar comprender. De este sueño nuestro nacen las ideologías, esos densos velos que hacen que miremos sin llegar a ver. Es a esta inclinación incapacitadora nuestra a la que Étienne de la Boétie denominó “servidumbre voluntaria”. Y fue el camino de salida que nos aleja de esa servidumbre el que Cervantes abrió para que pudiésemos seguirlo, presentando el mundo en toda su desnuda, incómoda, pero liberadora realidad: la realidad de una multitud de significados y una irremediable escasez de verdades absolutas. Es en dicho mundo, en un mundo donde la única certeza es la certeza de la incertidumbre, en el que estamos destinados a intentar, una y otra vez y siempre de forma inconclusa, comprendernos a nosotros mismos y comprender a los demás, destinados a comunicar y de ese modo, a vivir el uno con y para el otro».
«La única certeza es la certeza de la incertidumbre». De ahí que habitemos en esa «modernidad líquida», donde ya nada es sólido ni en el ámbito privado ni en el social y colectivo, y «nuestros acuerdos son temporales, pasajeros, válidos solo hasta nuevo aviso», concepto que Bauman analizó y fue puliendo en cada uno de sus ensayos, desplegados en más de una treintena de títulos. En el último, publicado en España por Paidós, el sello que tiene en su catálogo buena parte de ellos, esa idea sigue recorriéndolo al centrarse en este caso en uno de los asuntos más acuciantes a los que hoy nos enfrentamos: las migraciones masivas.
Apunta Bauman en primer lugar que esas migraciones no son un fenómeno novedoso, aunque ha ido modificándose, y al que en la actualidad se le añade la situación en Oriente Próximo y Medio, «sin visos de solución», la creciente lista de «Estados “en derrumbe” (o, mejor dicho, ya derrumbados), o de territorios que, a todos los efectos, son ya países sin Estado, y, por lo tanto, también sin ley, escenarios de interminables guerras tribales y sectarias, de asesinatos en masa y de un bandidaje sin descanso impulsado por la máxima del “Sálvese quien pueda”».
Un «Sálvese quien pueda» que ha impregnado también ese supuesto paraíso al que quieren acceder los inmigrantes, los refugiados. Así, se ha exacerbado el individualismo -el individuo es abandonado a su suerte-, y la falta de empatía con el otro, a quien se ve sobre todo como una amenaza. Algo que atizan discursos, que no dejan de tener considerable predicamento, en los que se presenta a los refugiados como peligrosos, como incluso «potenciales terroristas», lo que provoca que «pasan a estar fuera del alcance (y fuera de los confines) de la responsabilidad moral y, sobre todo, del espacio de la compasión y de aquello que nos impulsa a preocuparnos por las otras personas». Y sin llegar al extremo de considerarlos de esa forma, su presencia crea una enorme inquietud en una sociedad donde aumenta el precariado, amén de que los nómadas «nos recuerdan de manera irritante, exasperante y hasta horripilante la (¿incurable?) vulnerabilidad de nuestra propia posición y la fragilidad endémica de ese bienestar nuestro que tanto nos costó alcanzar». La incertidumbre de la «modernidad líquida» genera, entre otras consecuencias, miedo. Miedo que se manifiesta muy especialmente frente a esos «extraños» que llaman a nuestra puerta.
Numerosos son los estímulos al pensamiento que ofrece Bauman -en este último ensayo se aborda también su visión crítica frente a las redes sociales e internet, que potencian la ceguera y la sordera en el plano moral, o el fenómeno Donald Trump-, pues no propone soluciones rápidas ni fáciles. Está claro lo que, recordando a Robert Winder, Bauman certifica: «Podemos plantar nuestra silla en la playa tantas veces como nos plazca y gritarles a las olas que llegan a la orilla, que el mar no va a escucharnos ni a retirarse de allí». Y también que para el pensador polaco el camino no es atrincherarse ni la construcción de muros. Y no ya solo por imperativo moral sino porque es una vía ineficaz. Bauman realiza una llamada a la solidaridad, pero siendo muy crítico con las «tristemente efímeras explosiones carnavalescas de solidaridad e interés detonadas por las imágenes de espectaculares tragedias sucesivas en la interminable saga de los migrantes que nos trasladan los medios», y con una suerte de solidaridad mágica hacia el otro en la que no se fijen límites «a cuán lejos se puede llegar para cumplir con esa responsabilidad (de satisfacer el deber moral) sin caer en el extremo contrario, el estado de ceguera moral».
Porque Bauman no rechaza, naturalmente, el sentimiento o la emoción. No es, ni mucho menos, un pensador frío. En este caso, la migración no es una simple estadística, sino el drama de seres humanos. Pero solo con emociones no se va a ninguna parte en el abordaje, y resolución, de desafíos. Quizá porque el sentimiento es lo más líquido que existe. No en vano, aunque a veces se «venda» a Bauman como en plena sintonía con los indignados y el 15 M, el filósofo dejó bien claro que a ese movimiento le faltaba pensamiento. Era meramente emocional y la emoción, subrayó, vale para destruir, pero no para construir.