Las brujas de Salem, de Arthur Miller
Adaptación teatral: Eduardo Mendoza
Versión literaria: José Luis López Muñoz
Director de escena: Andrés Lima
Intérpretes: Miriam Alamany, Nausica Bonnín, Marta Closas, Borja Espinosa, Miquel Gelabert, Núria G. i Llausí, José Hervás, Lluís Homar, Carles Martínez, Anna Moliner, Nora Navas, Albert Prat, Carme Sansa, Yolanda Sey y Joana Vilapuig
Lugar de representación: Teatro Valle-Inclán (Madrid).
Por Rafael Fuentes
Llega en un momento políticamente muy oportuno una nueva versión de The Crucible, literalmente “El crisol”, traducido de forma habitual por razones expresivas como Las brujas de Salem, la inolvidable tragedia que Arthur Miller estrenó en el Broadway neoyorquino de 1953. El héroe destrozado por el fanatismo religioso servía allí de símbolo para representar al ciudadano hostigado por la intolerancia política de la Administración estadounidense contra posiciones izquierdistas al comienzo de la Guerra Fría en la década de 1950. Resulta, pues, ya moneda corriente relacionar el caso histórico de los juicios contra endemoniados en la localidad de Salem, en el Massachusett del siglo XVII, con la “caza de brujas” del Comité de Actividades Antinorteamericanas encabezado por el senador Joseph McCarthy que afectó de lleno al propio Miller.
El paralelismo resultó tan obvio en el mismo estreno en el Martin Beck Theatre que gran parte de los críticos neoyorquinos acusaron a la obra de oportunismo político. Síntoma de la crispación de las circunstancias. Evidencia, también, de que la potente metáfora buscada por el autor de Muerte de un viajante era trasparente e inequívoca desde el primer día que subió a escena. Incluso quizá antes, pues nada más intuir Miller su futuro drama y comenzar a indagar en los archivos históricos, su propósito provocó tensión y recelos en su entorno. Por si la semejanza entre los juicios por brujería en el pueblo de Salem y el McCarthysmo no fuera suficientemente clara, el propio Miller la analizó en textos ensayísticos como “Sobre la verdadera identidad”, “Las brujas de Salem en la historia”, “Clinton en Salem” y “Nota sobre la versión cinematográfica de Las brujas de Salem”, y la narró minuciosamente en su autobiografía Vueltas al tiempo. De ahí que sepamos cómo se activó su interés gracias a la investigación de Marion Starkey, El Diablo en Massachusetts, cómo antes de viajar en su automóvil para leer las actas judiciales sobre la brujería en Salem en 1692 visitó, en Connecticut, a Elia Kazan, atrapado por McCarthy, cómo la esposa de este, Molly Kazan, trató de disuadirle de forma histérica para que no escribiese la pieza, junto a sus impresiones sobre la medio abandonada bahía de Salem en 1952, su descubrimiento de la obra decimonónica Salem embrujado, de Charles W. Upham, que le puso en la pista del adulterio de Jonh Proctor con la adolescente Abigail Williams, clave en su futuro drama…

El montaje que dirige Andrés Lima en el madrileño Teatro Valle-Inclán se aferra sin fisuras a este documentadísimo aspecto de Las brujas de Salem, dando absoluta prioridad a la exposición de los métodos del poder ilegítimo para sembrar el pánico en una comunidad y arrebatar a los ciudadanos su conciencia individual, anular su personalidad y someterlos, en masa, a una alucinación con la que los maneja según sus intereses. El director de la obra ha querido, sin duda, avisar sobre los muchos indicios que en las sociedades occidentales de hoy apuntan a una posible repetición de un fenómeno análogo. Se fraguan en la actualidad múltiples cabezas de turco, enemigos exteriores o interiores, ideados para crear una paranoia social que culpe de las desgracias a una diana fácilmente identificable, con el fin de conducir las iras contra ella y convertir al ciudadano en una masa cómodamente manipulable. En consonancia con las premisas ideológicas del responsable del actual montaje, no es difícil identificar a esas cabezas de turco con las que está pensando, portadoras de imaginarias intenciones diabólicas o inconfesables pactos con el Maligno: los refugiados de diversas guerras en busca de acogida, las minorías étnicas, los indeseables inmigrantes. El proyecto de esta puesta en escena es anterior a la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos, pero su llegada a la Casa Blanca no hace más que confirmar los peores augurios respecto a las “brujas de Salem” del presente. Con Trump, toman asiento en el Despacho Oval los más recalcitrantes prejuicios de los Wasp norteamericanos, los blancos anglosajones y protestantes, creadores del racista concepto de “hombre blanco”, entendido como un ser superior. Han faltado pocas horas para que la piqueta de demolición comenzara a actuar contra el legado político de un “hombre negro” como Barack Obama, y para que el estigma cayese con más furia que nunca, desde la más alta magistratura, contra musulmanes, mexicanos e hispanos en general, como una redoblada “caza de brujas” hacia enemigos internos y externos a los que dirigir ese odio colectivo, aquel que posee la virtud de trasmutar a los individuos en masas paranoicas.
No estaría mal que se analizase críticamente también postulados ideológicos opuestos que operan con idénticos mecanismos. Cuando se pone la señal del maligno a un líder político que no pertenece a la izquierda, a empresarios o banqueros, a paranoides confabulaciones hebreas o capitalistas, se está generando un odio, una furia, una violenta animadversión sobre otros objetivos simplistas cuya aniquilación ocasionaría una supuesta felicidad repentina y la mágica resolución de los más intrincados problemas colectivos y personales. De nuevo, estamos ante la táctica de producir una ira irracional bajo cuyos efectos la persona se transforma en una masa manejable y destructiva.
Siendo sustancialmente cierta esta amenaza de la que nos avisa Las brujas de Salem, y sin duda beneficioso el ejemplo de la heroica rebelión de su personaje John Proctor, como modelo a seguir para ser dueños de nosotros mismos y conservar nuestra individualidad crítica, el montaje de Andrés Lima se resiente de estar rígidamente atado a esta ortodoxa interpretación histórica del drama de Miller y limitarse únicamente al componente de una denuncia de un neoMcCarthysmo en el siglo XXI. Pero un texto de este calado posee otras muchas dimensiones que quedan desatendidas o amordazadas en esta propuesta. Es un error no indagar más allá de la interpretación canónica. También es un desacierto atarse tan corto a la vertiente política de la pieza sin dar salida a otros numerosísimos aspectos fascinantes de la misma.
No se trata de un error ideológico -lo que sería intrascendente, o en todo caso discutible-, sino de un error estrictamente teatral. Para especificar las conclusiones que el público debe extraer de la función, esta versión de Las brujas de Salem introduce, sobre todo en su primera mitad, a un personaje que nos informa y nos adoctrina sobre lo que debemos pensar, cuando el drama habla muy elocuentemente por sí mismo. Los datos, las explicaciones e interpretaciones de este personaje que apela directamente al auditorio son de un simplismo desolador. Nos ilustra sobre el Massachusetts de la centuria del XVII, en una pintura vacía y anodina, nos instruye por enésima vez, de forma insípida, sobre el archiconocido senador McCarthy, nos señala cuáles son los personajes buenos y cuáles los malos y nos glosa las enseñanzas rudimentarias que debemos deducir de la acción. Este Mr. Wikipedia de intervenciones planas da por hecho a un espectador ignorante y menor de edad. Sus entradas resultan antidramáticas, rompiendo a cada instante el juego teatral que se desarrolla a sus espaldas o a sus costados. La fuerza dramática se eleva y al instante se derrumba al ritmo de sus alocuciones.

Una de las diversas variantes cercenadas en esta puesta en escena por la omnipresencia del McCarthysmo, y que ese Mr. Wikipedia ayuda a mutilar, son las múltiples razones para que surja tan feroz cainismo en una pequeña comunidad, cuyo odio precede a las autoridades que allí se congregan y que no necesita de la participación de tribunales inquisitoriales para que se desencadene. Entre las causas que Arthur Miller explora, y que en esta representación parece haberse desvanecido, está la del puritanismo sexual ante el que el dramaturgo norteamericano muestra siempre una simultánea adversión y admiración. Observa cómo esa abstinencia sexual engendra una tremenda violencia psíquica. El héroe John Proctor combate consigo mismo por la legitimidad de su sexualidad, y, a la vez, por la profunda injusticia que esta ocasiona. Una lucha en el alma del protagonista que pasa como un suspiro, sin verdadera huella, en el montaje. Hemos visto otros donde se muestra, en carne y hueso, la descomunal atracción física entre Proctor y la adolescente Abigail, factor de calado en los dilemas que ambos afrontan. En la actual representación no se vive esa formidable atadura carnal de doble filo que estalla, no casualmente, en el establo de la finca. Se habla de ello, los personajes lo dicen, porque está en el texto, pero se trata de un sentimiento, una pasión, un furioso arrebato, que no se encarna en las tablas. No por ninguna limitación interpretativa de Borja Espinosa o Nausicaa Bonnín, sino por las indicaciones de una dirección de actores atenta de forma casi obsesiva solo al lado político y antiMcCarthysta de la obra.
Significativamente, conforme el malhadado Mr. Wikipedia va dejando de estorbar el desarrollo de la acción, esta va cobrando intensidad, ritmo, articulación, un vigor que ahora sí absorbe la emoción del espectador. La propia pieza se orquesta en una fase expositiva de las fuerzas enfrentadas y un tormentoso segundo periodo donde asistimos a las consecuencias inexorables de ese choque que se libra. Destaca la interpretación de Lluís Homar en el papel del gobernador Danforth, un juez severo, pero no vengativo, una dualidad difícil de conseguir y que Homar trasmite a través de un honesto dogmático capaz de causar los más horrendos males movido por la irracional convicción de estar salvando las almas de las víctimas. Carles Martínez y Albert Prat, encarnado, respectivamente, a los reverendos Hale y Parris, expresan la pugna interior de los eclesiásticos entre sus intereses y la fe, las certezas de su religiosidad calvinista y el creciente espanto ante las proporciones que alcanza el castigo. Míriam Alemany, como la señora Ann Putman, y Nausicaa Bonnín, como Abigail Williams, comunican con nitidez los recursos encaminados a sus respectivas venganzas que tienen como objetivo común a la esposa de John Proctor.
El trabajo del elenco en su conjunto se ve facilitado por una excelente traducción, libre de esos anglicismos, falsos amigos o calcos semánticos que emborronan tantísimas traslaciones, para dejar en su desnudez esencial unos diálogos severos, concisos, contundentes, tan rotundos como sencillos, en su limpio castellano. Beatriz San Juan ha ideado un espacio escénico absolutamente acorde con la línea marcada por el director Andrés Lima. Un entramado de maderas sugiere, al principio, una construcción a medio hacer en un lugar fronterizo, abierto al bosque, al peligro, a la oscura amenaza de lo imprevisible. Conforme el Tribunal va imponiendo su implacable autoridad, esos retazos de maderas van poco a poco completándose hasta sugerir el interior de una Iglesia de Nueva Inglaterra. Su depuración exquisita no impide que, al final, cuando la obra concluya y el edificio se complete, ese lugar de culto evoque una cárcel o el calabozo de una penitenciaría donde se llevan a cabo las ejecuciones de la pena de muerte. La protección frente al peligro exterior se ha realizado a costa de gestar una amenaza interior, convirtiendo a los miembros de la comunidad en simultáneas víctimas y verdugos de sí mismos. Una refinada escenografía por entero al servicio de la limitada interpretación que Andrés Lima hace del dramaturgo estadounidense. Un lugar de oración convertido en un espacio de aniquilación, sería su concepto central.

Idea discutible en su parcialidad porque esa conversión del espacio escénico en un lugar de culto religioso carcelario no tiene en cuenta la trasformación final del protagonista John Proctor, que con su libre decisión se descubre y reencuentra consigo mismo, afianza sus derechos individuales y destruye las aparentemente férreas ligaduras teocrático-ideológicas que amordazan a la comunidad. Esa quiebra que un individuo aislado hace contra los bozales del poder no se ve en la construcción escénica. John Proctor vence, pero esa victoria no se visualiza en ningún instante.
Por último, cuando la pieza de Miller ha terminado, debemos soportar otra vez una nueva interrupción de ese Mr. Wikipedia que se dirige a nosotros para aclararnos qué conclusiones tenemos que extraer de lo que hemos visto. Se trata, definitivamente, de un muñeco ventrílocuo del director Andrés Lima. Un breve sermón esencialmente antiteatral que trata a los espectadores como pequeños escolares de EGB. Nos dice que debemos prepararnos para superar el miedo, que es el instrumento con el que el poder nos domina. Alegato chato y falso por su simplicidad. El miedo también puede ser una herramienta para sobrevivir a peligros exteriores o riesgos autodestructivos que proceden de nuestro interior. El miedo puede ser asimismo un instinto de supervivencia, puede incluso llegar a ser un mecanismo emocional para unir a una comunidad para sublevarse contra quien la doblega, o para rehuir movimientos colectivos hacia la autoaniquilación. El Mr. Wikipedia endosado a la obra con sus catequesis escolares produce una ruptura ajena por completo a las célebres técnicas de distanciamiento de Brecht, pues el espíritu de estas es inducir a que el espectador medite y se cuestione aparentes verdades, pero nunca adoctrinar con una lección preconcebida.
En cualquier caso, reducir una obra de tan copiosas pasiones solo a la prevención contra el sentimiento del miedo es un excesivo simplismo. Las brujas de Salem nos advierte sobre el riesgo devastador de los celos, la codicia, la envidia cainita, las aspiraciones ilegitimas, la ceguera ante las evidencias, todo el cúmulo de puñales afectivos sin los cuales el poder no tendría capacidad de actuar ni de producir el furor de ningún delirio paranoico. El procedimiento falsamente brechtiano de Mr. Wikipedia es la demostración más palmaria de las enormes limitaciones con las que se ha abordado un texto tan memorable como complejo.