Se oyen voces, no solo desde algún goyesco corral de locos, sino desde las administraciones electorales concernidas en primer lugar ante las inminentes elecciones autonómicas catalanas, que sugieren la posibilidad de solicitar voluntarios para cubrir las posibles bajas —que se temen significativas— de los puestos legalmente asignados a las Mesas electorales, unidades básicas de recuento de los votos.
Entre los indisimulables destrozos que ha traído consigo o agudizado estrepitosamente la pandemia de la última mutación de coronavirus en España, se encuentra el deterioro de una sociedad de individuos libres e iguales, articulada en el ordenamiento jurídico del Estado de Derecho, expresión de la ley y la justicia, como cauce de expresión de los desenvolvimientos sociales y fuente primaria de respuesta ante inesperados conflictos políticos y jurídicos.
Una Mesa electoral es una cosa muy seria. Al menos, lo es para alguien que, inevitablemente atado a un Estado —todos lo estamos—, desea que éste sea de Derecho; para quien aspira justamente a mantenerse libre como persona, súbdito solo de la ley justa y ciudadano en tanto que igual frente a sus compatriotas, y no simplemente como agente, espectador o sufridor de una organización de poder arbitrario, un No-Estado de tribus, mercenarios y postores; donde rige la fuerza y el partido.
Sin temor a equivocarse, se puede afirmar que la Mesa electoral es —nada más y nada menos que— el órgano encargado de presidir la votación, conservar el orden, realizar el escrutinio y velar por la pureza del sufragio. Es el elemento básico de la Administración Electoral; donde se concreta el derecho de sufragio. Derecho político fundamentalísimo en el presente, que ha costado establecer y generalizar con tal carácter varios cientos de años de lucha en las propias democracias constitucionales.
Votar es libre en España, pero no formar parte de una Mesa electoral. Precisamente por la importancia fundamental que el ejercicio del sufragio tiene en la construcción real de la democracia. Actividad cívica que, con buen criterio, el legislador orgánico estimó obligatoria y aleatoria para los ciudadanos, como mínimo compromiso con el régimen de libertades que nuestros padres, abuelos y bisabuelos nos dieron al fin desde 1812 por medio de la Constitución de 1978.
La designación de los miembros de la Mesa electoral (presidente y dos vocales) se hace por sorteo, acreditadamente igualitario, rápido y limpio, con la finalidad de fortalecer la neutralidad de quienes serán los primeros verificadores de los resultados. Este hecho y la importancia de la Mesa electoral ha hecho que la ley electoral les confiera amplios poderes y garantías, mientras están en el ejercicio de sus funciones. El presidente tiene, dentro del local electoral, autoridad exclusiva para conservar el orden, asegurar la libertad de los electores y mantener la observancia de la ley. Las fuerzas de policía deben prestarle, dentro y fuera de dicho espacio, el auxilio que requiera. Y ninguna autoridad puede detener a los presidentes, vocales e interventores, salvo caso de flagrante delito.
Todo esto revela que integrar una Mesa electoral no es un acto voluntario, ni puede serlo. Primero, porque la ley lo regula. También, porque la voluntariedad implica a priori interés de parte y, por tanto, podría darse el caso de que todas las vacantes fueran ocupadas por los individuos de una facción. En la Restauración, el control de las mesas fue el instrumento del cacique y el principio del pucherazo electoral, como el profesor Varela Ortega constata de forma irrefutable en «Los amigos políticos». Si la neutralidad se evapora, adviene la certeza del fraude electoral como la oscuridad todas las noches.
Por otro lado, la ley no solo establece con claridad imperativa cómo se determinan los miembros de la Mesa electoral. Ordena un preciso procedimiento para el caso de que fallen. Así, reza la ley electoral que «si el presidente no ha acudido, le sustituye su primer suplente. En caso de faltar también éste, le sustituye un segundo suplente, y si éste tampoco ha acudido, toma posesión como presidente el primer vocal, o el segundo vocal, por este orden. Los vocales que no han acudido o que toman posesión como presidente son sustituidos por sus suplentes».
Si, pese a ello, no es posible constituir la Mesa, se debe comunicar a la junta electoral de zona que «designa, en tal caso, libremente, a las personas que habrán de constituir la Mesa electoral, pudiendo incluso ordenar que forme parte de ella alguno de los electores que se encuentre presente en el local». Y, si esto tampoco es posible, dicha junta convocará una nueva votación en los dos días siguientes; procediendo «de oficio al nombramiento de los miembros de la nueva Mesa». La junta, no unos voluntarios.
No caben atajos, ni analogías en esta materia que fundamenta el orden político democrático del Estado Constitucional. Además de la comisión de una ilegalidad, constituiría un genuino ataque a la democracia admitir la participación de voluntarios en la formación de las Mesas electorales.
Si se ha perdido la convicción de que las elecciones son cosa propia, muy propia de un ciudadano, hasta para los que les ha tocado la china de estar en la Mesa en medio de una pandemia, estamos a las puertas de la mayor claudicación colectiva de que la legitimidad de los poderes del Estado, en este caso, del parlamento de una comunidad autónoma, proviene de la voluntad popular. Y se estaría animando, por acción de los autorizantes y pasividad de los escusados, a que las fuerzas de la arbitrariedad, que no desean la democracia como marco político de vida, tomaran el control de las instituciones representativas, sus instrumentos y extensiones de poder y coacción.