En España, no hay ninguna obligación constitucional, ni legal, es decir, jurídica, de vacunarse y, por tanto, de poder obligar a alguien a vacunarse.
La Ley General de Salud Pública se fundamenta claramente en el principio de autonomía de la voluntad y lo único que establece es un deber de colaboración por parte de los individuos. Por tanto, las participaciones personales en actuaciones en materia de salud pública solo pueden ser voluntarias y, en la actualidad, solo podrían ser alteradas en función de una ley, que cité en algún momento en el pasado para el público general (la primera vez en «El estado de alarma no debe seguir», ABC, 4 de mayo de 2020). Se trata de la Ley 3/1986, de 14 de abril, de medidas especiales en materia de salud pública.
El artículo tercero de esta ley dice que, cuando hay una enfermedad transmisible, además de realizar las acciones preventivas generales, la autoridad sanitaria competente «podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible».
Este precepto, ciertamente muy abierto, ha suscitado críticas por operadores jurídicos cualificados, en el sentido de que esa amplitud, equivalente a vaguedad, no era título suficiente para aplicarlo hasta el extremo de restringir derechos fundamentales, y, sin embargo, para otros, como un modesto servidor y nada menos que el Tribunal Supremo (Sala de lo Contencioso-administrativo) en sus últimas sentencias sobre algunos pleitos derivados del primer estado de alarma por la pandemia del virus chino, sí ofrece cobertura legal bastante (al menos, mientras no se declarase anticonstitucional; porque dice lo que dice y goza del privilegio jurisdiccional de las leyes).
En una primera lectura de la citada norma, parece desprenderse que tales facultades extraordinarias podrían aplicarse a las personas que integran colectivos que están en contacto de forma regular con personas infectadas con coronavirus, como son el personal sanitario y el que está al cuidado de las personas mayores en residencias especializadas.
Sin embargo, no está nada claro, y más con la Constitución y la legislación vigente. La comprensión del precepto es diferente en este caso, porque se habla de «acciones preventivas generales» como marco de tales medidas excepcionales. Y aquí es obligado referirse a que, recientemente, el Tribunal Constitucional, y por unanimidad, acaba de mantener la suspensión de una disposición de la Ley de Salud de Galicia, que establece la facultad de que las autoridades sanitarias autonómicas puedan «imponer la vacunación obligatoria a la ciudadanía gallega, a fin de controlar las enfermedades infecciosas transmisibles (cualquiera, no sólo el Covid-19) en situaciones de grave riesgo para la salud pública», con sanciones para quien se niegue de hasta 3000 euros.
La argumentación del Tribunal Constitucional para esa suspensión es precisamente que «la vacunación obligatoria no es una medida preventiva que aparezca contemplada expresamente en la Ley Orgánica 3/1986», citada, «y supone una intervención corporal coactiva y practicada al margen de la voluntad del ciudadano, que ha de someterse a la vacunación si se adopta esta medida, so pena de poder ser sancionado, en caso de negativa injustificada a vacunarse» (Nota informativa n.º 76/2021).
El Tribunal Constitucional, cuando menos, sigue manteniendo sus dudas, y quedamos a la espera de que se pronuncie. Pero, insisto, a esta hora, ¿cuál es el punto de referencia normativo? Que el sistema sanitario y de salud pública españoles se basan por principio en la voluntariedad del individuo, en la autonomía de la voluntad. Y esto es así, también respecto de la vacunación, con independencia de que se trate de un individuo considerado aisladamente o formando parte de un colectivo frente a la posibilidad de imponerlo como política pública; aunque se fundamente en el interés general.
Y la propia Ley General de Sanidad refuerza esta voluntariedad en la medida en que prescribe que todas las medidas preventivas deben atender a los principios de preferencia de la colaboración voluntaria con las autoridades sanitarias y de no riesgo para la vida. Por su parte, la Ley General de Salud Pública y las normas de salud laboral tampoco recogen previsión específica alguna acerca de la obligatoriedad de las vacunas. En suma, en esta materia, la ley se fundamenta en la voluntariedad ante la vacunación.
Por todo ello, creo que no cabe obligar jurídicamente a vacunarse de forma general o preventiva a nadie, ni individualmente, ni por formar parte de un colectivo. Sería imprescindible aprobar una norma con rango de ley que fijara ese deber. Es posible que hasta con rango de ley orgánica; aunque esta exigencia ha sido descartada razonadamente por el Tribunal Supremo en las últimas sentencias a las que he aludido, y lo comparto. Pero, también, todo ello teniendo presente la espada de Damocles de la sentencia pendiente del Tribunal Constitucional en el asunto referido de la Ley de Salud de Galicia.