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TRIBUNA

La pintura hecha carne: Lucian Freud. Nuevas perspectivas, en el Thyssen-Bornemisza

Javier Mateo Hidalgo
martes 06 de junio de 2023, 19:55h

Cuando pensamos en el regreso de la materialidad pictórica tras determinadas vanguardias de principios de siglo —que propugnaban la descomposición de lo representado a través del arte abstracto y de la pintura como tema y no como herramienta para la representación figurativa—, hay un nombre que sobresale sobre otros, como sus empastes: Lucian Freud. Sobrino del famoso psicoanalista, no solo se preocupará por acercarse cada vez más a la representación de la carne y de otras texturas, sino de temas que tal vez puedan recordar a su tío.

Es incuestionable que los principios del arte de este pintor —alemán de nacimiento aunque inglés de adopción— entroncan con los del surrealismo —movimiento que como sabemos estuvo muy ligado al estudio del inconsciente y, por tanto, será plenamente freudiano (el austriaco quedó fascinado con la interpretación que Dalí realizó de sus teorías a través del método paranoico crítico, materializado en Metamorfosis de Narciso que le presentó en personalmente en 1938, precisamente en Londres)—; no olvidemos que los años treinta y —sobre todo— cuarenta se encuentran dominados por el éxodo de buena parte de los creadores del nuevo arte desde distintos lugares de Europa, debido al nazismo. Con 11 años de edad, el joven Lucian tuvo que emigrar con su familia a Reino Unido en 1933, precisamente con motivo del ascenso al poder de Hitler.

En las primeras muestras de su primer estilo, encontramos la deformación propia a la que somete lo figurativo el movimiento liderado por André Breton, pero también se encuentran presentes otros movimientos claramente asimilados como los del postexpresionismo de la Nueva Objetividad e, incluso, existen similitudes arcaizantes con el arte egipcio del tiempo de los faraones —aquel que tan decididamente influyó en el de la Antigua Grecia, en su primera época también más arcaica—. Los personajes representados —entre los que se encuentra el propio autor o sus parejas de entonces (Muchacha con rosas, 1948)— muestran cierto planismo y ausencia de proporciones, caracterizándose además por gestos y expresiones ciertamente inquietantes. Otros temas serán los cuerpos de animales sin vida —pájaros a modo de naturalezas muertas—, integrados de forma llamativa en espacios como su estudio —como la célebre cebra disecada protagonista de Cuarto del pintor (1944)—. Comienzan a advertirse incipientemente en estas obras ya los principales rasgos de su estilo e imaginario: el retrato como género dominador, la combinación inexplicable de situaciones y elementos aparentemente inconexos o el preludio de la materia a representar como estudio pictórico. Los modelos se presentarán como objeto de estudio sobre una mesa de disección. En lugar del bisturí, será el pincel el encargado de recorrerlos.

Así, por ejemplo, Freud comienza a representar en sus cuadros imágenes que parecen una suerte de fotogramas, como en Habitación de hotel (1954); en ella, puede advertirse su propio retrato como personaje en segundo plano, de pie con aspecto sombrío. Dentro de una cama, la que era por entonces su novia, con aspecto meditativo o abstraído. Esta imagen, un tanto misteriosa, preludia la ruptura de la pareja. Hay un estudio psicológico de los personajes, claramente latente desde su apariencia externa, mediante la expresividad de sus rostros o la actitud de sus cuerpos. La cama o lecho será el lugar perfecto para analizarlos aunque, como en el caso de algunas excepciones, vuelva a sorprender al espectador —por ejemplo, el suelo, en obras como Gran interior. Paddington de 1968-69 (donde el juego de dimensiones desafía a las proporciones y vuelve a remitir al surrealismo o postexpresionismo) o Tarde en el estudio (1993)—.

En cualquier caso, Freud se aproximará a su estilo definitivo de mayor realismo y texturas en la década de los sesenta, con autorretratos tan colosales como Reflejo con dos niños (1965); en él, su presencia a modo de escorzo de grandes dimensiones surgirá en el azogue de un espejo, mientras sus dos hijos pequeños mirarán al espectador en un tamaño diminuto, en el ángulo inferior izquierdo de la escena. Comenzarán a poblar sus lienzos personalidades bien reconocibles del arte, la economía, la alta sociedad e incluso la monarquía. Por ejemplo, encontraremos al pintor Francis Bacon, con el que Freud compartirá afinidades: la idea de la materia, carnalidad o carácter onírico; incluso, sorprendentemente, la concepción del lugar de trabajo, poblado de elementos orgánicos —como en el caso de Freud, de paños arrugados e impregnados de materia que figurarán en algún cuadro, múltiples pinceles aquí y allá y rastros de pigmentos como trazos dados certeramente fuera del lienzo—. Las fotografías realizadas por su amigo David Dawson, ya en su última época nos lo han dejado como testimonio visual. También encontramos a otros creadores como el representante vivo del Pop Art David Hockney (2002). Junto a ellos, estarán también el banquero Jacob Rotschild (Hombre en una silla, 1989) —que posó así mismo para el citado Hockney—; otro filántropo que pasará por los pinceles de Freud será el barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza (Retrato de hombre, 1981), en más de una ocasión. Las miradas abstraídas de los retratados se conseguirán tras horas de figurar ante el pintor, momento que éste aprovechará para captar rostros desprovistos de la atención o conciencia primera. Pero, sin duda, uno de los rostros más llamativos que se dejarán captar por el artista será la recientemente fallecida reina Isabel II.

Frente a la supuesta oficilidad, Freud continuará rompiendo esquemas e, incluso, provocando con sus trabajos. Será el caso de obras como Grand interior. Notting Hill'. (1998), en la que inmortalizará al citado Dawson amamantando a un bebé, mientras ante nosotros el escritor Francis Wyndham lee sentado el libro de las cartas de Flaubert. O aquel otro retrato de su hija desnuda —Joven Desnuda (1966)—.

Aunque las naturalezas muertas hayan dado paso a las vivas y los animales a las personas, los cánidos seguirán siendo predilección del pintor en sus lienzos. En concreto, los lebreles de Dawson Pluto y Eli, que aparecerán en pinturas o grabados, en compañía o en solitario.

La mayoría de estas obras, así como otras igualmente imprescindibles, pueden verse actualmente en la retrospectiva dedicada al pintor en el céntrico museo madrileño Thyssen-Bornemisza. Lucian Freud. Nuevas perspectivas sorprenderá a propios y extraños del mundo del arte, siendo una exposición muy especial precisamente por —como hemos apuntado— el nexo de unión que el barón Thyssen tenía con Freud como coleccionista de arte, filántropo y amigo. Mediante un recorrido cronológico, podrá conocerse la evolución personal y creativa del autor, disfrutando de pequeños y grandes tamaños, diversos formatos —se dedica la última parte a una sala con fotografías del artista y de su espacio de trabajo— e incluso citas del artista en las paredes de las salas. Sin duda, una oportunidad única para acercarse al maestro, tan representativo del arte último figurativo del siglo XX y XXI, y al que tanto admiramos quienes nos formamos como “aspirantes a artistas” entre ambos periodos.

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