Alfonsín: después del horror, antes de la debacle

El 31 de marzo por la noche falleció Raúl Alfonsín, el hombre que restauró la democracia en la Argentina y marcó, por consiguiente, una frontera en nuestra historia política contemporánea.

El año pasado, con motivo de cumplirse veinticinco años de aquel hito, el país le rindió tributo cuando ya acusaba signos de la enfermedad que terminó por vencerlo. Octogenario, sin fuerzas físicas pero con su lucidez mental intacta, al apagarse su voz el mismo país pareció enmudecer dejando atrás el recuerdo de un 12 de junio de 1989, cuando se recibió con algarabía su decisión de anticipar el final de su mandato.

Es paradójico, en verdad. Mi generación mantiene fresca la memoria de aquellos días de inflación incontrolable, caos social y político y una administración que había perdido el timón, por errores propios fundamentalmente pero además por culpa de una oposición (la del peronismo, digámoslo, y su aliado el sindicalismo) que le había puesto un obstáculo tras de otro haciéndole imposible la tarea de gobernar.

Y, sin embargo, dejando de lado sus cualidades personales (su rectitud, su voluntad dialogante y su austeridad), la figura y la obra de Alfonsín se realzan en virtud de un simple análisis comparado.

Después, en efecto, vinieron los noventa, la crisis del 2001 y, más acá, la construcción de un relato caprichoso que nos encuentra hoy enormemente divididos. Más allá de los indicadores económicos, la Argentina asiste en estos días al final de un modelo agotado que, en distintos envoltorios, se caracterizó por la manipulación institucional y el “decisionismo” liso y llano.

Honrar a Alfonsín no es solamente honrar a un gran hombre y a un gran demócrata. Es también reivindicar las instituciones de la República que él procuró siempre salvaguardar. Ojalá su partida definitiva nos imponga el deber de reconstruirlas.