Tocqueville: un siglo y medio después
Enrique Aguilar
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miércoles 15 de abril de 2009, 17:42h
El 16 de abril de 1859, cuando contaba cincuenta y tres años, murió Alexis de Tocqueville. Ha transcurrido, pues, un siglo y medio, lapso suficiente para que un autor o una obra resulten definitivamente olvidados o, en su defecto, para que uno u otra (o ambos) pasen a integrar el exclusivo elenco reservado solamente a los clásicos.
Este es, a mi entender, el destino que desde la publicación del primer volumen de La democracia en América (1835), le aguardó a este genial francés pese a que los lustros posteriores a su muerte habrían de prolongar, en palabras de Raymond Aron, la solitaria experiencia de sus últimos días, ignorado por izquierdas y derechas, como suele ocurrir, por lo demás, con quienes adoptan dondequiera que sea una postura moderada.
Hacia 1939 J. Peter Mayer podía expresar: “El gran profeta de la Edad de Masas está todavía por descubrir”, afirmación que, salvo por el libro pionero de George W. Pierson, venía a reflejar el escaso conocimiento que se tenía a esas fechas de su legado. Sin embargo, de ningún modo puede ser convalidada actualmente en vista de la profusión de estudios dedicados a Tocqueville desde su redescubrimiento por parte de Aron y, más acá, la revalorización de los liberales franceses del XIX en el marco del debate entre liberalismo y democracia.
Incurriríamos en un anacronismo si presentáramos como propias de nuestra época las ideas que él se formó sobre la suya. Y, sin embargo, parece difícil a estas alturas poner en duda su vigencia y la relativa autonomía de sus escritos con respecto a la circunstancia que les dio sentido inmediato. Un tema los unifica: la democracia, analizada en su cultura y sus instituciones, y su relación (no siempre amigable) con la libertad. En otros términos, si una preocupación medular recorre toda la obra de Tocqueville es la de saber cómo preservar la libertad en nuestras sociedades democráticas. De ahí la importancia que atribuyó a la participación ciudadana, a las asociaciones voluntarias, la independencia de la justicia, la libertad de prensa, las creencias religiosas... De ahí también sus prevenciones contra la tiranía de la opinión, el inmoderado apetito de fortuna, el despotismo administrativo, la apatía cívica y otros riesgos que él veía cernirse sobre el horizonte de las naciones modernas.
No es este el lugar para extenderse en consideraciones sobre su obra. La democracia en América, Memorias sobre el pauperismo, Recuerdos de la revolución de 1848, El antiguo régimen y la revolución, discursos y ensayos políticos varios, infinidad de cartas... En ese material, afortunadamente disponible, podemos encontrar muchas claves orientadoras para comprender al propio Tocqueville, para conocer mejor su tiempo, pero asimismo para echar luz sobre la universal incertidumbre que hoy nos invade. De su correspondencia rescato este pasaje en que viene a cifrarse quizá lo mejor de su temperamento y de una obra que este 16 de abril, precisamente, no podía dejar de evocar. Dice así: “A aquellos que han imaginado una democracia ideal, sueño dorado que creen poder realizar fácilmente, he procurado mostrarles que habían revestido el cuadro de falsos colores; que el gobierno democrático que ellos preconizan, si bien procura bienes reales a los hombres que pueden mantenerlo, no tiene los rasgos elevados que su imaginación le atribuye; que este gobierno, además, no puede sostenerse sino mediante ciertas condiciones de inteligencia, moralidad privada, creencias, que nosotros no tenemos y que debemos esforzarnos en adquirir antes de sacar sus consecuencias políticas. A los hombres para los cuales la palabra democracia es sinónimo de trastorno, anarquía, expoliación, matanzas, he intentado mostrarles que la democracia podía llegar a gobernar a la sociedad respetando las riquezas, reconociendo los derechos, salvando la libertad, honrando las creencias; que si el gobierno democrático desarrollaba menos que otro ciertas bellas facultades del alma humana, tenía aspectos grandes y hermosos; y que quizá, después de todo, era la voluntad de Dios esparcir una mediana felicidad sobre la totalidad de los hombres y no reunir una gran suma de dicha sobre algunos pocos y acercar a la perfección a un pequeño número”.
Tengo para mí que fue este espíritu conciliador lo que impidió a Tocqueville desviarse del camino poco frecuentado de lo razonable y lo prudente. Su lectura tal vez sea una ocasión para aprender también nosotros a transitarlo.
Politólogo
ENRIQUE AGUILAR es director del Instituto de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad Católica Argentina
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