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I-Contra la transición: a río revuelto de Garzón

José Varela Ortega
domingo 02 de mayo de 2010, 22:35h
La cuestión es aproximadamente al revés del enunciado que encabeza el peculiar editorial de EL PAÍS (del pasado 26 de marzo): “ganan los Falangistas” –aludiendo a la unánime admisión por parte del Supremo de la querella contra el juez Garzón. Lo cierto es que, desde el punto de vista democrático, el resultado es el opuesto. Como es sabido, la Falange era un grupo de corte fascista, partidario del estado totalitario y proclive a la acción política violenta. Que haya trocado la dialéctica de “los puños y las pistolas” por la del foro, los tiros por los argumentos jurídicos, atentados por recursos y querellas, me parece un progreso evidente: una demostración precisamente de que “ha ganado la democracia”.

En la primavera trágica del 36, los falangistas enviaron una bomba a casa de un tío abuelo mío, Eduardo Ortega y Gasset -en vista de que, como Fiscal General de la República, había intervenido de oficio en varios atentados cometidos por aquel grupo de pistoleros. Él y su familia se salvaron porque la mucama depositó el explosivo regalo en la fresquera, dependencia que hacía las veces de frigorífico en las casas de aquel tiempo remoto. Andando la Guerra, don Eduardo procuró salvar a gente del “otro lado” –entre otros, a su propio hermano menor, Manuel, a quien rescató in extremis de una checa donde había sido recluido junto a su mujer en los días de aquel verano de “sangre y llamas”. Su humanitario comportamiento provocó una advertencia letal de los pistoleros de la FAI: “nosotros no avisamos dos veces”. En resumen –y ahora es el propio Azaña quien lo relata en sus memorias de Guerra- que el Fiscal General de la República hubo de refugiarse en Francia del acoso de “los suyos” que lo amenazaban de muerte. En 1940, llegaron los nazis a París. Y, nuestro personaje, que estaba, junto a Companys, Zugazagotia, Cruz Salido y otros desventurados, en la macabra lista de deportados a -y posteriormente ejecutados en- España por los franquistas, se refugió en Cuba. Por muchos años. Hasta que llegó Fidel y hubo de trasladarse a Venezuela. La muerte, inexorable pero piadosa a veces, le evitó conocer a Chávez. Hasta aquí, mi petite histoire.

Familiar pero ilustrativa. Porque tengo pocas dudas de que don Eduardo hubiera considerado las querellas, en lugar de las bombas, como un gran avance en la senda de la democracia y el estado de derecho. Si en 1936, José Antonio –y sus homólogos de las milicias izquierdistas y anarquistas- hubieran arrumbado en el desván de los disfraces camisas y correajes para volver a vestir la toga y ponerse querellas, en lugar de emprenderla a tiros entre ellos y contra los demás, no es difícil soñar con la ficción de que la historia quizá hubiera discurrido por derroteros menos trágicos y más razonables. ¿Qué diríamos si ETA-Batasuna, en lugar de poner bombas, pusieran recursos? ¿Acaso no nos felicitaríamos por ello, considerándolo precisamente un triunfo de la democracia, por perversa que fuera la intención que escondieran tales maniobras jurídicas? Es evidente que gentes de toda laya y dudosa condición se aprovechan de un derecho garantista, en la medida que los jueces tienen el deber profesional de estimar sus recursos cuando se ajustan a derecho. En eso consiste el sistema. Me parece que es de sentido común elemental. Con el mismo sentido común –y una mínima sensibilidad académica- debía interpretarse el dilema profesional de los jueces del Supremo enfrentados a los argumentos de los querellantes.

En la España de hoy, no se de ningún Creonte; y mucho menos entre los jueces del Supremo. No conozco ni he leído de nadie que se oponga -aunque sólo fuera por decencia y respeto a uno mismo- a que las Antígonas de nuestro tiempo recobren los restos de sus deudos y les den un entierro digno, recibiendo para ello la asistencia y ayuda necesaria. Así se ha venido haciendo desde hace mucho tiempo; mucho antes de la mal llamada ley de “Memoria Histórica”. Se sigue haciendo ahora y continuará realizándose -asunto diferente, debatible y subsanable, es con qué medios y a qué ritmo- con independencia de la sentencia que se dicte en el caso Garzón que, jurídicamente, nada tiene que ver -ni puede obstaculizar- tan piadosos, justos y elementales deseos. Lo mismo cabe decir sobre el caso Gürtel (o su reverso político, el caso Faisán): son procedimientos totalmente independientes que continuarán su curso inexorable, con o sin el juez Garzón. Esa es la esencia de la separación e independencia del poder judicial en cualquier sistema occidental y el procedimiento a que se ajusta nuestro ordenamiento jurídico.

Con independencia de la probable mala intención de la querella, el problema es el fundamento jurídico de la misma que es a lo que los magistrados se deben. Las instrucciones del juez Garzón, valerosas con frecuencia, no siempre han sido muy escrupulosas desde el punto de vista profesional. Otra vez, la realidad procesal en poco se parece al juicio de valor contenido en el “opinionante” y cargado titular de EL PAÍS: “El Supremo avala que la Falange siente en el banquillo a Garzón”. En realidad, jurídicamente, el Supremo no “avala” nada y a nadie. Supremo e instructor se han tenido que enfrentar profesionalmente con una, espinosa pero fundada, cuestión de competencia, que es cosa bien distinta -e independiente de las emociones que pueda despertar el color político del querellante. Y, en su caso, los magistrados tendrán que entender sobre el principio de irrectroactividad de las leyes: el hecho de que la ley de amnistía fuera muy anterior (1977) a la tipificación de los delitos de genocidio y lesa Humanidad como imprescriptibles, argumento -aun cuando discutible desde Nürenberg- que el propio Garzón esgrimió en el caso de una querella presentada en el año 2000 en relación a los asesinatos de Paracuellos. Y, claro, “a confesión de parte, relevo de prueba”. De ello tampoco se sigue que el imputado sea culpable de un delito de prevaricación pero si parece difícil que los jueces del Supremo puedan evitar abrir causa al respecto.

El juez Garzón está, como cualquier ciudadano, sujeto a las leyes, es responsable ante los tribunales y goza de la presunción de inocencia y de todos los derechos de defensa: por ejemplo, el derecho a recusar al instructor –sin que tal acción conlleve necesariamente su aceptación por parte del órgano jurisdiccional competente. Un derecho a –y garantías de- una defensa imparcial y confidencial que resulta ser el otro recurso al que se enfrenta nuestro mediático magistrado porque casi todos sabemos –y en ello confiamos- que las comunicaciones entre el cliente y su abogado deben ser reservadas e inviolables, salvo casos específicos extremos y bien tipificados, y que la vulneración de este principio constituye un delito. A nadie debe sorprender que los abogados de los imputados en casos de corrupción estén detrás de ese rastro y se aprovechen de él, si es que se hubieren producido escuchas ilegales en la instrucción del proceso abierto contra sus patrocinados. Sin embargo –y una vez más- ese hecho, de estimarse, pondría en cuarentena algunas pruebas extraídas de forma improcedente pero, en modo alguno, detendrá el procesamiento de los implicados en casos notorios de corrupción.

¿Qué tenemos, pues, de este circo mediático?: un totum revolutum que mezcla cuestiones dispares que poco tienen que ver y menos pueden detener procesos y actuaciones jurídica y políticamente heterogéneas. Nada ni nadie va impedir –porque casi nadie lo quiere- la exhumación de restos de víctimas vilmente asesinadas e ignominiosamente arrojadas, que no enterradas, en fosas y cunetas. Tampoco la recusación o, en su caso, separación de juez alguno puede impedir el procesamiento de los imputados en delitos de corrupción.

¿Entonces, a qué viene todo este montaje en que todo se mezcla y nada se entiende? ¿Se trata acaso de abrirle un proceso al franquismo? Sinceramente, creo que no es el caso. Como casi siempre, el filósofo piensa con orden. Tiene razón Fernando Savater: aquí tenemos muchos problemas pero el franquismo no es uno de ellos, aunque sólo fuera porque ha desaparecido hace mucho tiempo. No; no se trata de darle al moro muerto gran lanzada. El franquismo no es más que un revulsivo que convoca, un señuelo que distrae y un pretexto que exime del razonamiento. No todos los que embisten el engaño son iguales, claro está. Los más entran por ingenuidad a un trapo agitado por gacetilleros generalistas, ignorantes y poco dispuestos a invertir algún tiempo y esfuerzo en preguntar a los profesionales del tema. Pero, si no es el franquismo, ¿de qué se trata, pues? ¿Cuál es su origen, cuál es su propósito y objetivo estratégico y cuáles sus consecuencias de toda esta maniobra político-mediática?

En mi experiencia, cuando abogados y políticos partidistas organizan una tremolina de argumentos vociferantes, confusos y falaces, en lugar de cherché la femme –ou l’homme, habría que decir hoy para cumplir con la cursilería y beatería política reinantes- cherché le pouvoir. Porque hay, en efecto, algunos avisados que conocen el percal y no les inquieta una dosis subida de deshonestidad intelectual, amplificada con desinformación mediática, si con ello contribuyen a maximizar su poder. Para estos profesionales del poder, el franquismo es el pretexto. El texto, el objetivo a batir es la Transición. Pero no la Transición como proceso político, puesto que aquello también terminó hace casi treinta años. Se trata más bien –y esto es lo inquietante- de la Transición como una idea de la democracia: la democracia como pacto y acuerdo que viene a clausurar y cauterizar un conflicto civil.

Una noción equivocada y adulterada –se nos dice por quienes hoy gozan de altavoces mediáticos y aliento oficial- cuya expresión se resume en el eslogan de moda: “transición pactada, democracia traicionada”. Una idea asentada en el supuesto de que, sin ruptura revolucionaria, el pacto político se degrada inevitablemente en una “democracia otorgada” (G. Hermet). Se trata de una literatura fundamentada en la noción de que pacto y acuerdo se contraponen a libertad y democracia. En suma, una operación que traduce -con razón- acuerdo por transacción, como elemento central que es de un pacto, pero que convierte toda transacción en sinónimo de “traición” de principios. Una conclusión ésta última intelectualmente harto discutible, aunque comprensible, a la luz de una estrategia política que busca concentrar poder por vía la negativa de marginar al rival, embadurnado de franquismo y redefinido como enemigo; es decir: incapacitado como partido alternante. De ahí, el “¡no pasarán!”. “Ils ne passeron pas!”, la consigna con que los communards de 1870 pretendieron detener a los prusianos y que ha tenido mala fortuna histórica. También en España. Porque, desde que la hemos conocido y oído, siempre “pasan”. Por eso sorprende el indisimulado entusiasmo con que se nos quiere convencer hoy que casi la mitad del electorado español es fascista: una idea que, en el mejor de los casos, es una estupidez irresponsable y, en el peor, una profecía que se autocumple –como ya ocurrió en 1936.

José Varela Ortega

Editor de EL IMPARCIAL

José Varela Ortega es editor de EL IMPARCIAL e historiador

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