Ivo Andric (1892-1975) es, con toda seguridad, el autor más importante de la literatura serbiobosnia del siglo XX –el único galardonado con el premio Nobel, en 1961–, y Un puente sobre el Drina es, sin duda, su novela estrella. El libro, que es ficción pero a la vez pura Historia, la de un pueblo, el bosnio, tiene como eje central el puente que cruza el río Drina, río que hace de frontera natural entre Serbia y Bosnia, a su paso por la ciudad de Visegrad. La novela recoge cuatro siglos, desde el nacimiento y construcción del puente, hasta su parcial destrucción en la Primera Guerra Mundial. Cuatro siglos de Historia, relatados de forma episódica, a través de narraciones personales, reales, ficticias y anecdóticas.
No es gratuito que Andric haya elegido como protagonista a un puente para relatar el devenir de su país y retratarlo en su más pura esencia. Bosnia y, en general, los Balcanes, se han desarrollado en una eterna dualidad. Entre Oriente y Occidente. Entre el mundo musulmán y el cristiano. Y es que Bosnia es una tierra-puente, que se debate entre el cruce de culturas que la ha atormentado pero enriquecido al mismo tiempo. Y ese es precisamente el relato que nos cuenta Andric en las casi 500 páginas del libro: el de una tierra que ha formado parte del Imperio Otomano y del Austro-húngaro.
Con un gusto exquisito y una asombrosa capacidad de narración, Andric relata los duros trabajos de construcción del puente, cuya elaboración fue ordenada por el gran visir Sokollu Mehmed Pachá. El gran visir, jenízaro de origen serbio, nacido en una localidad muy cercana a Visegard, fue enviado a Estambul como parte del “tributo de sangre”. En virtud de este sistema, jóvenes cristianos eran arrancados de sus familias en los Balcanes y enviados a Anatolia para prestar sus servicios en la corte y, sobre todo, en el ejército otomano. Conocidos como jenízaros, constituían unas de las tropas de infantería más temibles de su tiempo. Algunos de ellos, como Sokollu Mehmed Pachá, acabarían accediendo incluso a importantes cargos.
El puente, con unos 200 metros de longitud y construido en piedra, no sólo representa –simbólica y literalmente– el paso de una cultura a otra, sino que supone un lugar de encuentro real alrededor del cual los ciudadanos de Visegard desarrollaban su vida social. Ciudadanos de todas las etnias y religiones de lugar se encontraban en sus terrazas, en sus cafés, en sus adoquines, convirtiéndolo en un ente vivo, digno de protagonizar una gran novela.
Por Regina Martínez Idarreta