La miseria de la cultura conservadora (2)
José Manuel Cuenca Toribio
lunes 21 de febrero de 2011, 15:13h
Tópicos e ignorancias mediáticas aparte, una cultura conservadora de cierto gálibo dejó de existir en España a comedios del siglo pasado, al desaparecer los últimos herederos de entidad de las corrientes menéndezpelayianas que hormaran su trayectoria desde la muerte del gran sabio montañés. Sin formar propiamente una escuela a causa del irreductible individualismo del movimiento conservador hispano, con el tránsito de A. Ballesteros Beretta (1949), el duque de Maura (1962), Juan Zaragüeta, Jesús Pabón (1976) y otras figuras relevantes en el orden del pensamiento y la ciencia llegó a su fin el cultivo de su ideario de una manera conspicua y, en líneas generales, compactada y, pese a todo, aditiva. Sin vinculaciones expresas en la mayor parte de entre ellos con el grupo de Acción Española, de roborante salud durante la II República, según es bien sabido, las personalidades mencionadas y las varias más que, con toda exactitud, cabe añadir a su lista, dejaron constancia, a través de una obra intelectual y publicística de hondo calado, de las virtualidades en el mundo de la postguerra del pensamiento conservador, moderado y alejado de fundamentalismos. En conjunto, el franquismo más que acendrarlo y potenciarlo lo deturpó y obliteró la emisión de su mensaje a las generaciones del desarrollismo y la pretransición.
Advenida la democracia nada, pues, tiene de extraño el desconocimiento cuando no la renitencia de las hornadas juveniles que contribuyeran a la consolidación de los nuevos tiempos frente a unas creencias sin conexiones ni lazos de importancia con la cosmovisión imperante al embarcarse el país en una nueva travesía de su largo recorrido por la historia. Entre las empresas que, en la España de los decenios finales de la anterior centuria, aspiraron a reflotar la vigencia de las ideas conservadoras en el mundo configurado por el término de la época comunista y el arranque de la globalización, merece quizá resaltarse –sin olvido ni menos aun demérito de otras de la misma vitola- la abanderada por el humanista y político sevillano Antonio Fontán Pérez, recientemente fallecido. Si no como contrarréplica desde un ángulo más integrista u “ortodoxo”, sí al menos más “tradicional” surgiría coetáneamente el movimiento o corriente que nos ocupó en el precedente artículo a propósito de un folleto exhumador de su grisácea andadura. Con mayor ambición programática e institucional del encabezado por el eximio latinista hispalense acabado de recordar, el “nuestro” tuvo menor difusión que el susomentado, cuya irradiación en la cultura del periodo no fue tal vez su característica más alzaprimada.
Engolfados ya en el apresurado análisis de los factores que concurrieron al muy escaso impacto alcanzado por el vasto y plausible esfuerzo desplegado, en el cruce de uno a otro siglo, por los estados mayores de esa movilización cultural, hay que recalar ante todo, conforme se apuntaba ya en el artículo anterior, en la orfandad casi absoluta que lo presidiera. El contexto nacional exigía unos instrumentos y, sobre todo, unos objetivos que nunca se recortaron en el horizonte de la empresa cultural conservadora tanta veces aludida. Con unos universitarios imantados en su mayoría por las ideologías radicales alumbradas por la revuelta del 68 y unas tendencias tradicionales envueltas en sus círculos en el descrédito universal, se hacía inexcusable la oferta o predicación del ideario conservador con el ropaje y las técnicas más atractivas; tal y como siempre propugnaran autores de incuestionable envergadura intelectual, a la manera, verbi gratia, de José María Pemán o Emilio García Gómez, acaso el último representante de talla hercúlea de aquél.