Director de escena: Antonio C. Guijosa
Escenografía: Mariona Julbe
Iluminación: Daniel Checa
Intérpretes: Esosa Omo, Fael García, Roberto Saiz, Samuel Señas, Juanma Navas y Maya Reyes
Lugar de representación: Sala Cuarta Pared. Madrid
Por RAFAEL FUENTES
Antonio Rojano, el joven autor de Fair Play, sintetiza del siguiente modo una aseveración atribuida a Albert Camus: “Aprendí del fútbol lo que sé del hombre.” Una afirmación sumamente útil para adentrarse en las inmensas analogías que se dan entre el juego y la vida, y más en concreto, entre el juego del deporte rey futbolístico y la vida contemporánea que Antonio Rojano explora con valentía en Fair Play. La valentía intelectual es una cualidad absolutamente imprescindible para romper la fuerte coraza de estereotipos que envuelve el universo del fútbol –reportajes convencionales, lemas vacíos, declaraciones de una simpleza que en ocasiones rozan, o caen de lleno, en la pura estupidez, horas inútiles de televisión, controversias banales, imágenes repetidas hasta la pesadilla-, donde a primera vista parece imposible encontrar ningún material válido para la creación artística. Antonio Rojano lo lleva a cabo plenamente sorteando ese blindaje de necedad mediante el recurso de situarnos en el patio trasero de esa conocida imagen pública, instalándonos en el vestuario o los lugares de concentración de un gran equipo, para mostrarnos las fuertes pasiones humanas que entran en conflicto detrás del telón mediático. Descorrido éste el vestuario o los espacios de concentración revelan existencias sujetas a un permanente hostigamiento y una tensión tan intensa que pone a prueba el equilibrio emocional de sus protagonistas. Los vestuarios de un equipo se transforman así en una elocuente metáfora de la existencia humana cuando es sometida a una prueba o a un gran reto.

Cuando Antonio Rojano sintetiza la célebre frase de Albert Camus aplica ya una rectificación a su sentido original. De las largas horas ejercitándose como portero en su equipo de fútbol argelino -al mismo tiempo que se desarrollaba una despiadada guerra colonial-, Camus, en realidad, había dicho: “Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, al fútbol se lo debo”, haciendo resaltar la pedagogía del deber que fomenta el deporte en equipo. Es decir, el esfuerzo, la resistencia a la adversidad, la colaboración leal con los demás y el espíritu de sacrificio colectivo necesarios para sacar adelante una empresa común. Eso se refería al deporte antes, desinteresado y sobre el campo de juego. Fair Play alude precisamente a lo contrario: no al “juego limpio” mencionado en el título, sino al “juego sucio” que se desarrolla por debajo o por detrás del campo de juego cuando el deporte se ha convertido en un gigantesco negocio deshumanizado. No a los deberes que se han de afrontar sino a las trampas éticas para alimentar un negocio sin límite. Para inquirir con mayor nitidez en ese “juego sucio”, Antonio Rojano recurre a lo que Alfred Hitchcock denominaba humorísticamente para sus propias películas como un: MacGuffin, es decir, un pretexto argumental que una vez arrojado a la historia tense la línea de acción, ponga en movimiento todos los resortes emocionales de los protagonistas y dinamice sus reacciones. Ese MacGuffin en Fair Play es la investigación de la oscura muerte –¿asesinato?, ¿suicidio?- de una menor en el hotel de concentración del equipo los días previos a un encuentro decisivo. Afortunadamente Rojano no desvía la atención hacia esa trama criminal o policíaca –que habría desvirtuado su planteamiento inicial- sino que solo la utiliza como vía para engarzar las dispares estrategias del miedo, la derrota, el chantaje, las conjuras, los engaños, las ráfagas de locura, el desequilibrio psíquico y las venganzas que desata el juego sucio humano cuando aspira a una gran ambición que le sobrepasa, aproximando el mundo del vestuario al universo shakesperiano donde se liberan las más violentas pasiones.

