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españa fuera del euro

Debate económico: Joaquín Trigo también opina sobre España y el euro

viernes 10 de febrero de 2012, 11:00h
Ante la repercusión en foros económicos de los textos de Balmaseda sobre la salida de España del euro, nuestros colaboradores Joaquín Trigo, Lorenzo Bernaldo de Quirós, Carlos Rodríguez Braun, José Carlos Rodríguez y Juan Velarde, debaten.
- Por qué España debe salirse de la zona Euro (I).
- Por qué España debe salirse de la zona Euro (y II).
- Por qué España debe salirse de la zona euro (III)


Vuelta a la peseta o buenas prácticas. Por Joaquín Trigo

PIE DE FOTOLa asunción de la moneda única requería cambios y pautas de comportamiento sin los que se cuestionaba la permanencia en esta área monetaria, e incluso, la supervivencia de ésta. La emisión de la nueva moneda estaba pensada para mantener una inflación controlada, que mantendría la competitividad de los integrados en el área y aportaría crédito accesible y barato. Esta condición monetaria debía ir acompañada de innovación continua, aumento en volumen y calidad del equipamiento productivo, mejora continua, buena formación básica y profesional, apertura al exterior y libertad de mercado. Las Administraciones Públicas (AA. PP.) deberían ser cuidadosas con las exigencias fiscales, ser eficientes y gastar según sus ingresos. Esto no ha ocurrido. Las familias españolas, las empresas y las AA. PP. vieron crédito barato, empleo, crecimiento del PIB … y se endeudaron a largo plazo.

Antes del Euro las empresas españolas estaban menos apalancadas que las alemanas y otras, porque tenían poco crédito y caro. El euro redujo los ingresos del ahorro de las familias y el coste de la financiación. El aumento de la deuda, en parte financiada desde el extranjero, elevó la demanda por encima de la producción, subió precios, redujo la capacidad de exportar y aumentó el déficit exterior. Parte de las entidades financieras se dejó llevar por la marea y financió sin tener en cuenta los requisitos básicos del préstamo.

Las AA. PP., usaron el dinero de la nación como el Gobierno del País: nuevos derechos, proyectos asistenciales, innovadores etc. Crecieron el funcionariado y los niveles administrativos. Cuando hubo constancia de la crisis aumentó el gasto para estimular la contratación y el empleo. En ese momento había caído el precio de la vivienda, terrenos… Gran parte de las AA. PP. estaba sin liquidez y sin expectativas de recuperarla a corto plazo.

Sin la unión monetaria, volviendo a la peseta, buena parte de las administraciones públicas mantendría plantillas sobredimensionadas y su gasto. El déficit exterior y el crédito interno se encarecerían (cuando el país está más endeudado), por temor a más devaluaciones y riesgo de default. Empresas y familias reducirán su capacidad de compra. El aumento de costes iría a precios, los sindicatos exigirán el mantenimiento de la capacidad de compra de los sueldos, como en casos anteriores. La causa de la crisis no es del euro sino de las malas prácticas y solo se arreglará eliminándolas, no cambiando una moneda y unos requisitos que ayudan a salir de ella.

En sentido contrario podrían aumentar las ventas en el exterior y turismo. Quizá vendría algún comprador de viviendas. Tras la renuncia al euro la valoración de los compradores de bienes y servicios del país cambiará. El incumplimiento de obligaciones aceptadas es negativo. Para mantener una moneda de alto poder de compra, bajo interés hace falta mucho trabajo, innovación, dedicación, estudio, administración pública sobria y normas estables que se cumplan. El recurso a manipulaciones monetarias debe dejarse porque genera adicción en vez de buenas prácticas.

En su libro, “La tragedia del euro”, Philipp Bagus desvela el oportunismo que acompañó la creación del euro, ventajas que esperaban unos y otros y aspectos autodestructivos de las desviaciones respecto a pautas incumplidas. En el área euro, según criterio de Maastricht, 12 países incumplen ese criterio y 5 cumplen. En la lista de los incumplidores, de más a menos endeudados, España está en el décimo lugar, con nueve más endeudados y siete menos. En los países de la UE fuera del área euro hay dos más endeudados que España y 10 menos. Esto es relevante pero no tiene en cuenta el déficit exterior, deuda de empresas y familias, proporción de títulos de deuda en manos de ciudadanos del país y la que está en el exterior, tasa de paro… El refrán mal de muchos consuelo de tontos debe cambiar: Mal de muchos es epidemia. Por el contrario “Labor omnia vincit”.


Y si abandonamos o nos echan del euro... Por Lorenzo Bernaldo de Quirós

PIE DE FOTO¿Debe España salirse del euro? Esta es una pregunta que comienza a plantearse en los ambientes académicos y debería formularse en los siguientes términos: ¿Es posible que España permanezca en el euro? Esta matización no es baladí en tanto suceda lo que suceda, la moneda única subsistirá aunque el número de miembros integrados en ella se reduzca. En este escenario, la cuestión es si la economía nacional estaría mejor o peor fuera de la unión monetaria. Quienes fuimos euroescépticos de primera hora y cuestionamos la conveniencia de crear un moneda única en una Europa que no reunía las características de un área monetaria óptima, nos enfrentamos ahora a una sola alternativa, la de evaluar los costes para la economía nacional de abandonar o, en su caso, de ser expulsados de la UEM. Este es sin duda un ejercicio intelectual apasionante, pero tiene importantes implicaciones prácticas.

En el ámbito institucional no existen las voladuras controladas. Si un gran Estado de la UEM deja la unión monetaria, nadie es capaz de calcular el efecto de esa decisión sobre la economía doméstica y sobre la de la Eurozona. Fuera del euro, España debería aplicar la misma política económica, austeridad presupuestaria y reformas estructurales, que la que tiene que instrumentar dentro. El problema es que sin el paraguas, débil sin duda en estos momentos, de la UEM las medidas deberían ser las mismas que las actuales o de una agresividad mucho mayor para mantener la confianza de los mercados. El dilema es el siguiente: ¿Los inversores internacionales consideran más viable un plan de estabilización dentro de la unión monetaria o fuera de ella? ¿El Gobierno tendría más dificultades o menos para poner en marcha ese programa en el euro o fuera de él? Esta es una cuestión de compleja respuesta y, en cualquier caso, introduce un alto nivel de incertidumbre.

Si España optase por salir de la unión monetaria o fuese forzada a hacerlo, se produciría una drástica devaluación de la peseta, nueva unidad de cuenta del Estado. Esto contribuiría en teoría a reactivar el sector exterior, las exportaciones, pero al mismo tiempo produciría una pérdida de poder adquisitivo de los salarios que los sindicatos intentarían recuperar. Al mismo tiempo, el Banco de España tendría que subir los tipos de interés para eliminar las expectativas inflacionistas derivadas de la salida de la UEM y para evitar fugas masivas de capital hacia el exterior.

Ceterisparibus, el resultado de esos tres movimientos –devaluación de la divisa, alza de las tasas de interés, aumento salarial- neutralizaría las hipotéticas ganancias de competitividad inducidas por la depreciación de la peseta y no servirían para relanzar el crecimiento.

Por otra parte existe un problema operativo de singular importancia. La introducción de una nueva valuta, la peseta, no se hace de la noche a la mañana. Sería necesario redenominar el valor todos los contratos, nacionales e internacionales, de los sistemas informáticos de los bancos y de las empresas etc. a la moneda nacional. Esto implicaría un proceso de transición largo e incierto en el que los mercados tendrían una reacción imprevisible y, en ningún caso, positiva. Eso sin contar con el tiempo necesario para dotar de credibilidad a la moneda sustituta del euro de modo que se convenza a sus usuarios domésticos y foráneos de que es un medio de cambio y un depósito de valor seguro. Este conjunto de elementos abre un abanico de interrogantes que es muy complicado despejar sin un margen de error enorme.

Si el abandono del euro produce incertidumbre y los inversores huyen en búsqueda de estabilidad, el sistema financiero nacional iría irremediablemente a la quiebra. Al cierre de su acceso a los mercados financieros exteriores, escenario actual, se uniría la salida de capitales y, en consecuencia, los bancos y cajas estarían abocados a la bancarrota. De igual modo, las compañías españolas cuya capacidad de captar recursos en el exterior es muy limitada, por no decir inexistente, se verían en una situación dramática porque es improbable que “alguien” les aportase fondos para financiarse. Lo mismo sucedería con los bonos del Estado, cuya prima de riesgo, en el mejor de los casos, alcanzaría cuotas estratosféricas y, en el peor, nadie querría comprar. Finalmente, la banca y el sector público perderían al único prestamista a su disposición, el BCE.

Por otra parte, eso tiene gracia en términos de humor negro, la salida de la unión monetaria tendría un impacto demoledor sobre la economía y, sobre todo, sobre el sistema bancario de la Eurozona. Es difícil prever cuanto se depreciaría la peseta. En ningún escenario imaginable menos de un 50 por 100, optimismo metafísico. Esto supone que los préstamos concedidos por las entidades financieras europeas a España perderían, al menos, la mitad de su valor. Si se tiene en cuenta que la deuda con los bancos de Francia y Alemania ascienden a unos 500.000 millones de euros, una España fuera del euro quebraría el sistema financiero de los dos grandes Estados de la UE.

En este contexto, la economía española estaría condenada a una situación trágica si se produjese su salida/expulsión del euro. Es discutible si había o no que formar parte de la unión monetaria, pero una vez dentro, los costes de quedarse fuera no se compensan por los hipotéticos beneficios que esa decisión podría producir. Hace años, un economista norteamericano, Barry Eichengreen dijo que el euro es un matrimonio con unos costes de divorcio prohibitivos. Tenía razón.

Las reliquias bárbaras, por Carlos Rodríguez Braun

PIE DE FOTOAl leer el interesante análisis en el que Manuel Balmaseda recomienda que España abandone el euro no pude evitar evocar los argumentos que hace un siglo eran esgrimidos contra el patrón oro. A comienzos de la década de 1920 John Maynard Keynes lanzó durísimos ataques contra ese estándar monetario, al que denominó a barbarous relic.

El economista inglés se equivocaba ahí también, porque el patrón oro no era en absoluto un vestigio tosco y remoto. Aunque dicho metal precioso había desembocado tras una larga evolución en el contenido monetario más universalmente aceptado, el sistema del patrón oro se había establecido en Inglaterra apenas cien años antes, y estaba asociado con la idea relativamente novedosa de la libertad individual. No se trataba sólo de una teoría del dinero sino de arrebatar al poder político la capacidad de manipular la moneda, algo que había hecho sistemáticamente desde que había puesto sus manos sobre ella hacía milenios. No fue casual que uno de los protagonistas de los debates sobre la introducción del gold standard en la Inglaterra de finales del siglo XVII haya sido John Locke. Y tampoco lo fue que el siglo de oro del patrón ídem, el siglo XIX, haya sido también el siglo de oro del libre comercio. La Weltanschauung, por tanto, estaba entonces permeada por la noción liberal que reclama la limitación del poder de los gobiernos y la consiguiente extensión de los derechos y las libertades individuales. Su resultado fue la etapa que media entre las Guerras Napoleónicas y la Primera Guerra Mundial, que, en términos comparativos con lo que había pasado antes y lo que iba a suceder después, estuvo caracterizada por la paz, el progreso económico y, como admitió el propio Keynes, una notable estabilidad de precios.

Pero ese siglo relativamente liberal tocó a su fin. El mundo asistió entre 1914 y 1945 no sólo a la pulverización más brutal de la paz sino también al fin del libre comercio y el patrón oro. La visión predominante del mundo cambió, y se pasó del liberalismo con bastantes matices al intervencionismo cada vez con menos matices. Entre alusiones reiteradas al supuesto predominio de los mercados y el capitalismo liberal, la realidad vino marcada por un intervencionismo creciente a lo largo del siglo XX, que sigue campando a sus anchas, e incluso con vigor renovado tras la crisis económica a comienzos del siglo XXI, un intervencionismo que, haciendo realidad las peores pesadillas de Tocqueville, ha alcanzado unas dosis de intrusión en las vidas y haciendas de los individuos que habrían hecho palidecer a nuestros antepasados decimonónicos.

La moneda formó parte de ese gran movimiento político e ideológico, y quizá no debería ser analizada independientemente de la nueva Weltanschauung. El patrón oro cayó también porque tenía que ver con la libertad, y la libertad y el conjunto de sus instituciones, desde la propiedad privada hasta los contratos voluntarios, desde la responsabilidad individual hasta las creencias, valores, tradiciones y religiones, todos fueron considerados reliquias bárbaras que debían dejar paso a la visión ilustrada y moderna conforme a la cual el Estado organiza racionalmente la sociedad de arriba abajo por el bien de todos. Para hacerlo no ha de enfrentar impedimentos, como los que lo aquejaban en el diecinueve. Así se entiende que en su Breve Tratado sobre la Reforma Monetaria de 1923 Keynes reproche al patrón oro el que sirviera para “maniatar a los Ministros de Hacienda”, es decir, sus virtudes fueron contempladas como vicios; y se entonaron las alabanzas de los bancos centrales, que sustituirían por completo al viejo estándar monetario en la década de 1930. Keynes llega incluso a dedicar ese libro a los gobernadores de los bancos centrales, paradójicamente cuando estaban desatando en varios países unas espectaculares explosiones hiperinflacionarias. Y así, hasta hoy, los economistas en general no han cuestionado el papel del intervencionismo del Estado en la moneda, algo que sólo osan hacer individuos aislados, o integrantes de grupos minoritarios como la Escuela Austriaca de Economía.

Curiosamente, la hostilidad al patrón oro se transformó en intentos de hacerlo regresar por la puerta trasera. Tal fue el sentido del Sistema de Bretton Woods, en el que Estados Unidos servía de ancla al comprometerse a mantener una cotización fija de su moneda con el oro, a 35 dólares la onza, sueño que duró hasta que el 15 de agosto de 1971 Richard Nixon desvinculó al dólar del oro, momento tras el cual el mundo nunca volvió a tener un sistema monetario internacional propiamente dicho, sino remedos que, una y otra vez, buscaron aproximarse a eso mismo que Keynes condenaba en el gold standard, y que éste hacía naturalmente, dentro de la cosmovisión decimonónica: limitar el poder del Estado. De ahí vinieron los sucesivos acuerdos de divisas, y también el euro, con la idea de que el Banco Central Europeo iba a ser independiente del poder político, y demás fantasías contemporáneas. Ninguno de esos sistemas funcionó en el sentido de garantizar la estabilidad: todos han dado lugar a burbujas y crisis financieras, y a la mencionada inexorable expansión del poder político y legislativo a expensas de las libertades ciudadanas. No sabemos qué sucederá con el euro, pero Manuel Balmaseda nos invita a considerar una solución a sus males: abandonarlo.

Sus argumentos son parecidos a los que plantearon los enemigos del patrón oro y que finalmente acabaron con él. Sostenían que el patrón oro era demasiado rígido, y por eso ampliaba innecesariamente las fluctuaciones económicas, creando burbujas especulativas y acentuando las crisis que sobrevenían cuando aquéllas estallaban. La adhesión al patrón oro prolongaba las recesiones imponiendo severos costes a los trabajadores en términos de pobreza y paro, y a las empresas en términos de pérdida de competitividad. Los costes económicos y sociales de mantenerse en el patrón oro, se aseguraba, eran enormes en comparación con lo que podía suceder si se rompieran los “grilletes dorados” (se decía entonces) o los “grilletes europeos” (diría Balmaseda) y se entregara el manejo de la política monetaria a un banco central nacional que pudiera controlar suficientemente la oferta monetaria y el tipo de cambio ahorrando cuantiosos sacrificios a la comunidad.

Todas las veces que fueron erigidos obstáculos frente a la acción política, fueron derribados empleando razonamientos análogos, aunque algo menos elaborados cuando los postulaban los políticos, que buscaron siempre cómodos chivos expiatorios, entre los cuales las potencias extranjeras y los especuladores fueron claros favoritos. Cuando la política económica y fiscal expansiva de Estados Unidos hizo saltar por los aires el esquema de Bretton-Woods, Richard Nixon empleó para engañar a sus súbditos la misma añagaza que había urdido Franklin Delano Roosevelt para hacer lo propio con los suyos: la necesidad de tener y defender una moneda propia frente a los especuladores. Lo mismo alegan nuestros políticos de hogaño, aunque en su mayoría consideran “propio” al euro…de momento.

Digo de momento porque Manuel Balmaseda puede tener razón cuando pronostica el fin de la moneda europea. Ese fin sobrevendrá cuando las autoridades estimen que el coste político de mantenerla es superior al de eliminarla. Creo, en cambio, que sus críticas al euro no son del todo convincentes, como no lo eran esas mismas críticas en boca de los adversarios del patrón oro, salvo en un punto importante: era verdad que el patrón oro no acabó con las crisis económicas. Quienes lo diseñaron cometieron el error de pensar que la convertibilidad de los billetes de banco en oro bastaba para contener las expansiones monetarias excesivas. De hecho, los más optimistas auguraron tras la reforma monetaria británica de 1844 que el nuevo Banco de Inglaterra podía convertir a las crisis en un fenómeno del pasado. No fue así, claro, y las sucesivas perturbaciones debilitaron gradualmente la confianza en el patrón metálico, en un contexto en el que ya en la segunda mitad del siglo se fue apagando lentamente también el respaldo a los otros ingredientes de la cosmovisión liberal, “reliquias bárbaras” como el libre comercio y el gobierno limitado.

Pero el hecho de que el patrón oro no haya resuelto el problema de las crisis no significa que su sustituto lo haya hecho mejor. Así, cuando Balmaseda recomienda que el Banco de España recupere el control de la moneda para acometer políticas restrictivas, cabe observar que no fue esa la tónica exclusiva antes del euro, período en donde la soberanía monetaria y cambiaria dio lugar en nuestro país (como en muchos otros) a episodios repetidos de inflación, devaluación y también crisis económicas, financieras y bancarias.

Volver al pasado, por tanto, no es garantía de nada. Esto no quiere decir que la catástrofe sea ineluctable: todos los países suelen crecer, más o menos; la cuestión es qué tipo de políticas resultan más propicias o menos dañinas en ese proceso. Y la manipulación de la moneda no puede presentarse como una alquimia inmejorable. Desde luego, si las devaluaciones fueran la receta de la prosperidad, mi Argentina natal sería mucho más rica que Alemania. No sabemos qué habría pasado si la Argentina no acomete a finales de 2001 la receta de la ruptura de la llamada “convertibilidad”, la devaluación del peso y el default de la deuda que Balmaseda nos aconseja para España: a lo mejor también habría padecido una dura recesión en 2002 y se habría recuperado posteriormente, mucho más a pesar de sus gobiernos que gracias a ellos. Sí parece que la Argentina históricamente tendió a crecer más cuando devaluaba menos.

Tampoco cabe olvidar que la devaluación, frente al ajuste interno de los precios, resuelve una complicación relevante sobre el que nuestro autor no presenta un análisis satisfactorio: como advirtió Juan de Mariana en 1609, la depreciación de la moneda es un impuesto.

Convendría completar su planteamiento con una profundización en el tema del gasto público. Balmaseda pasa sobre éste con demasiada prisa, como si su volumen o crecimiento no tuvieran que ver con la burbuja, la crisis, y la lenta o incluso abortada recuperación. El autor coincide con la excusa blandida por José Luis Rodríguez Zapatero, que adujo que él no es responsable de nada porque en su etapa presidencial, hasta la crisis, el Tesoro gozó de superávits sucesivos y la deuda pública disminuyó su peso sobre el PIB, como si el aumento del gasto público por encima del crecimiento del PIB hubiese carecido de importancia entonces y, lo que es aún más asombroso, también careciera de ella hoy. Eso es difícilmente sostenible; para comprenderlo basta conjeturar qué habría sucedido si los gobiernos hubiesen contenido el crecimiento del gasto por debajo del de la economía: la deuda pública habría caído mucho más, e incluso podría haber prácticamente desaparecido tras el largo período expansivo, y la crisis habría podido ser afrontada por una Hacienda Pública que no habría subido los impuestos precisamente en el peor momento.

Balmaseda parece pensar que el gasto no sólo no es un problema serio sino, en consonancia con las mayoritarias voces antiliberales (los socialistas de todos los partidos, que diría Hayek), considera que lo único que hace falta es recortar “gastos superfluos, ineficiencias y corrupción en las Administraciones Públicas” –como si no hubiese complicaciones de sostenibilidad a medio plazo en las partidas más genuinas, eficientes, necesarias y honradas del Welfare State– pero nunca bajar realmente el gasto público porque eso tiene efectos recesivos –efectos que algunos no consideramos incuestionables. Tampoco reconoce que la expansión del gasto y los impuestos, junto al retraso en la reforma y apertura de los mercados, es lo que explica que el ajuste haya sido protagonizado esencialmente por el sector privado, y pagado onerosamente en términos de paro y actividad, pero no por el público, que sólo lo ha hecho empujado por las circunstancias, tarde y mal, es decir, entorpeciendo y demorando la recuperación, cuando no revirtiéndola. Si ese ajuste se hubiese hecho en 2009, junto con el del sector privado, la dura deflación interna de los costes no sería ahora tan necesaria ni tan profunda, y la recuperación podría haber sido más dinámica, temprana y perdurable.

¿Qué problemas se resolverían con la devaluación-más-impago? Sospecho que sobre todo serían problemas que aquejan a los gobernantes. No sería necesario subir tanto los impuestos explícitos sobre los ciudadanos españoles, que pagarían más de modo implícito, y el Estado “resolvería” el problema de la deuda pública, o la deuda privada socializada, sobre la base de un muy antiguo recurso: no la pagaría. Esto redistribuiría los daños de modo posiblemente satisfactorio para nuestras autoridades, en el sentido de que los damnificados serían en una significativa proporción extranjeros que no votan en España. Apuntemos de paso que en los cálculos sobre lo bien que les fue a la Argentina u otros países que decretaron el default muy rara vez se incluye el valor del daño perpetrado contra los acreedores.

Políticamente, por tanto, la devaluación-más-impago puede ser rentable. Económicamente ya resulta menos claro, porque es un proceso que dificulta el ajuste de precios relativos necesario para reparar los daños de la recesión, reasignar los recursos de modo más eficiente, y disponer a la economía para volver a crecer –a lo que habría que añadir el coste en términos de restricción del acceso a la financiación internacional.

En suma, la recomendación de que el poder político deje de forzar a sus súbditos a utilizar una moneda que también utilizan otros, y que en vez de ello “renacionalice” la coacción y los fuerce a utilizar una moneda que sólo utilizan ellos no aborda las cuestiones de fondo, descansa sobre una excesiva confianza en el control político del dinero y la economía, no representa una solución nítidamente superior a la apertura de los mercados y la reducción de gastos e impuestos dentro del euro, y persiste en no atender a la libertad y los derechos de los ciudadanos, como si fueran reliquias bárbaras.

Termino felicitando a Manuel Balmaseda por su análisis inteligente y provocador, compartiendo con él su visión de la gestión y desarrollo de la burbuja financiera e inmobiliaria, y agradeciéndole por no habernos abrumado a sus lectores con las cálidas novelas rosa europeístas sobre la importancia del euro para la paz, como si las guerras no fueran producto de los mismos estados que imponen las monedas y los bancos centrales públicos nacionales o plurinacionales, o para la preservación del Estado del Bienestar, como si fuera gratis. Subrayo nuevamente que su pronóstico puede ser acertado. Sólo son defectos menores el que lo sea por las razones equivocadas, el que no ataque suficientemente los problemas fundamentales, y el que testimonie una vez más el viejo triunfo de la esperanza sobre la experiencia.

¿España fuera del euro? Y ¿dónde?, por José Carlos Rodríguez

PIE DE FOTOEl artículo del economista Manuel Balmaseda tiene un título que no deja lugar a dudas sobre su conclusión: Por qué España debe salirse de la zona euro (y II). Lo que no queda claro con el título son precisamente las razones, y a explicarlas dedica todo el espacio del artículo, publicado en dos partes.

Comienza explicando cómo el BCE ha acomodado su política a las necesidades de Alemania y Francia, países con menores tensiones inflacionistas, que en el caso de España han llevado a la creación de una enorme burbuja crediticia que se ha manifestado especialmente en el mercado inmobiliario. Y ha enriquecido falazmente a los españoles, que veían cómo mejoraba su situación sin mejorar su productividad; es más, haciendo una contribución negativa a la competitividad de nuestra economía. El euro no sólo no ha mejorado la convergencia, sino que ha llevado a Alemania a ampliar el peso de sus exportaciones sobre su PIB, mientras que en España éste ha caído. La historia es tan conocida, que despierta siempre en el lector el interés por detenerse más en un aspecto, contar otro que se ha pasado por alto, correr sobre un tercero en que el autor se detiene… pero el relato es correcto, por lo que saltaremos directamente sobre el resto del artículo.

El villano de este relato, está claro a estas alturas, es el euro. Que, además, queda enmascarado por una conspiración política y mediática. Se señala, como la causa de los actuales males, al exceso de déficit y deuda públicas, cuando la cuestión es otra. Nos dice Balmaseda: “De verdad, ¿qué temen los mercados en el caso de España? Pues pregúntese a cualquier gestor de fondos extranjero y sabremos que los inversores privados no quieren comprar deuda española a 10 años por el temor a que, para entonces, España haya sido expulsada de la Zona Euro y se les devuelva su préstamo en pesetas o euros españoles. Y ¿por qué no les gustará recibir en pago moneda española? Porque saben que la futura moneda española, cualquiera que sea su denominación, se habrá devaluado entre un 35% y un 50%, que es el porcentaje de devaluación que los expertos estiman que necesita la economía española para recuperar su competitividad frente al exterior”.

Este apunte es muy interesante. No demuestra que la explosión de gasto público que siguió al estallido de la crisis económica no haya agravado la situación, pero sí es interesante por cuanto añade un elemento de preocupación legítimo, y probablemente cierto, de muchos inversores extranjeros. Al fin y al cabo medios como The Wall Street Journal apuntan a la posibilidad de que España salga del euro ya desde 2008. ¿Por qué no iban a temer en una vuelta de España a la peseta?

Pero no es el momento este de explicar el fracaso, todavía una vez más, de las políticas keynesianas y mal llamadas anticíclicas de gasto público. Quizás sí de señalar que el envés de ese razonamiento también es erróneo. Y lo es porque Balmaseda lo asume plenamente. Es el argumento de que las políticas de ajuste fiscal deprimen más la economía. En primer lugar, no parece razonable que el gasto público sea insuficiente en Europa. Más bien es excesivo. Y el gasto público lo que hace es detraer recursos de otros usos hacia los que decide la Administración. Su destino, por lo general, no será más sino menos productivo que el que elegiría la economía privada. Y, además, será más volcado hacia el consumo, mientras que lo que fomenta el crecimiento es el ahorro. Un reciente informe del Banco Central Europeo muestra que hay una relación de conflicto entre gasto público y crecimiento. Por otro lado, lo que ha hecho Europa no es reducir el gasto, sino sobre todo subir los impuestos. Lo apuntaba no hace muchoThe Wall Street Journal. Esa es la explicación principal de la recaída de la economía europea.

Y llegamos, de este modo, al núcleo del artículo, cuando habla de la salida de la situación. Hay tres. La primera es la unión de Europa en un solo gobierno. Cómo solucionaría los problemas una plena unión política no está claro. Balmaseda no lo explica, quizás porque lo descarta de inmediato, por considerarlo políticamente inviable.

Lo que queda es una vieja discusión. La vía ortodoxa del ajuste, que es la llamada “devaluación interna”, y la que proponen keynesianos y monetaristas, que es la devaluación monetaria. Balmasedase decanta por esta última. Como no es posible dentro del euro, el autor propone que, de un golpe de mano, España salga del euro y devalúe su moneda, o permita que el mercado lo haga.

Por algún motivo, Balmaseda relaciona la devaluación interna con la reducción de la demanda y con el desempleo como vía hacia la competitividad. La devalución monetaria (o devaluación externa) lograría el mismo objetivo buscado, la recuperación de la competitividad, pero por una vía más rápida, expeditiva, sencilla y efectiva. Y menos traumática. ¿Quién no abrazaría una opción así?

El problema es que los dos procesos, la devaluación monetaria y la “devaluación interna” no son equiparables. La devaluación monetaria reduce automáticamente los precios nacionales y encarece los precios exteriores. Y, lo que es fundamental, lo hace de forma proporcional. La devaluación interna no funciona así. Unos precios bajan enormemente, otros lo hacen menos, algunos se mantienen y aún otros pueden subir.

Esto último puede parecer caótico, frente a la elegante caída proporcional de los precios nacionales frente a los foráneos. Pero no es así en absoluto. En la etapa del boom hay empresas, proyectos y sectores que han crecido amparados por un crédito excesivo, pero que de otro modo habrían sido ineficientes. O han alcanzado un valor que no les correspondía. Estos son los que tienen que ajustarse de verdad. Y estos son los que se ajustarían mediante el lento, doloroso, pero real ajuste que se produciría con una devaluación interna. Los proyectos ineficientes cierran o se transforman para ser eficientes.

Con una devaluación monetaria, tan elegante sobre los modelos trazados, por ejemplo, por Milton Friedman, no ocurriría así. Se reducen las compras en el exterior para toda la economía, para las empresas eficientes o ineficientes a la vez. El mercado se repliega. Todos pierden, eficientes e ineficientes por igual. Mientras que con la “devaluación interna” quienes pierden son los que han dejado de aportar a la economía, mientras que se premia a quienes siempre aportaron valor. Además, la devaluación monetaria introduce otros elementos distorsionadores, y generan una desconfianza en el país que lastrará su crecimiento por otras vías.

En definitiva, no hay cortocircuito que valga al ajuste real de la economía. Es penoso y, dada la regulación laboral y otras, más lento de lo que podría. Pero es el más auténtico y el que menos males crea añadidos.

¡Cuidado con los paralelismos!, por Juan Velarde Fuertes

PIE DE FOTOLo que yo digo es ¡cuidado con los paralelismos! El asunto del euro no es exacta y cabalmente la puesta en marcha de un patrón monetario. Cuando se puso en acción toda la política comunitaria, Hallstein señaló que la marcha hacia Europa debería hacerse en tres grandes jornadas: La primera, la Unión Arancelaria; la segunda, la Unión Monetaria –recordando muy probablemente la unión monetaria que había estado en la base de la unificación del imperio alemán ; y finalmente, la Unión Política. Sin recordar la historia de la unificación alemana no se entiende nada de muchas de las cosas de Europa.

Por otro lado, el final de la Guerra Fría significó la convicción de que Europa necesitaba dar un paso más en su unificación para poder actuar, en lo económico, frente a los Estados Unidos. Es lo que está detrás de Maastricht. Pero al cabo de poco tiempo se ha originado una crisis económica, y en todas las crisis, al no haber desaparecido el fenómeno de las nacionalidades en Europa, surge la búsqueda, por cada país, de una solución propia. En la marcha hacia el euro, a través del ECU, ya un país se había separado radicalmente: Gran Bretaña con la libra esterlina.

Dicho esto, efectivamente el Banco Central Europeo actuó en función de los intereses de un grupo de países –los no inflacionistas , olvidando los que poseían los países inflacionistas, entre los que se encontraba España. De ahí se deriva la facilidad de especulaciones relacionadas con burbujas, como la española inmobiliaria y otra serie de fenómenos que pasaron a perturbar todavía más la Unión Monetaria.

Por lo tanto, este fenómeno no tiene nada que ver con patrones monetarios, incluyendo el patrón oro o el patrón oro-dólar que termina el 15 de agosto de 1971. Es una realidad diferente que está vinculada con el espíritu de la Unión Europea, guste o no guste. Por eso existen facilidades enormes de tráfico de capitales en Europa, y que algunos bancos han querido aprovechar y realmente se han equivocado. Pero dejando aparte esto nos encontramos con que el menor atisbo serio de salida del euro por parte de España significaría una fuga de capitales gigantesca –de algún modo paralelo a lo que sucedió en Argentina después del experimento de Cavallo, –una devaluación de la moneda con incremento de los precios de las importaciones y otros factores inflacionistas enormemente perturbador, y finalmente un afianzamiento de la crisis que ya existe. Es un sendero que considero realmente peligrosísimo para España.

Otra cosa hubiera sido el no haber ingresado en la Zona del Euro y habernos apartado del espíritu europeo, vinculándonos con la postura británica –y si se quiere del Atlántico Norte junto con los Estados Unidos, pero lo hecho, hecho está y en caso de pretender volver a una nueva peseta se generarían males que no se compensarían de ningún modo con posibilidades de exportación y con alivios en la deuda.

Finalmente, el riesgo de dejar de pagar las deudas en euros no es baladí. Basta recordar en España lo ocurrido cada vez que existieron problemas de pago perfecto de la deuda pública, con contemplar el ensayo de Sosa Wagner y Mercedes Fuertes, “Bancarrota del Estado y Europa como contexto” para no andar con simplismos.
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