RESEÑA
Justin Torres: Nosotros los animales
domingo 06 de enero de 2013, 14:59h
Justin Torres: Nosotros los animales. Traducción de Victoria Alonso Blanco. Mondadori. Barcelona, 2012. 144 páginas. 16, 99 €
Podemos decir que Nosotros los animales es un libro pequeño, y esta frase, que normalmente apenas podría servir para referirse -y de una manera más bien pobre- a las dimensiones del libro, nos serviría para poner de relieve uno de los aspectos más significativos del libro: el adelgazamiento de los espacios, tanto de los espacios que aparecen en él como de la extensión que se le dedica a los mismos espacios.
Los personajes de Nosotros los animales apenas transitan en el espacio. Cuando entran en una habitación o recorren un pasillo no tenemos información acerca de esa habitación o de ese pasillo. La primera acción del libro está en el capítulo dos. Podemos considerar el capítulo uno como un prólogo narrativo, o un signo destinado a dar la clave de lo que vendrá después, de forma similar a cómo funciona una clave en la notación musical. El capítulo uno nos introduce las coordenadas del relato, que son los esbozos de los personajes. Está el padre, un hombre brutal, enorme, violento en lo físico, de psicología grosera. Está la madre, una mujer de piel blanca a la que muchas horas de sueño desordenado la han convertido en una especie de noctámbula en vigilia. Una mujer demasiado frágil para la convivencia con su marido pero que, en el transcurrir del relato, irá abandonando progresivamente el papel de víctima para convertirse en un agente más de la agresión al narrador protagonista. Está también, claro, el propio narrador, el protagonista, que poco a poco se irá diferenciando cada vez más de sus dos hermanos y están esos dos hermanos, que no tienen la misma suerte al nivel de la historia y se mantendrán como dos figuras, un tanto intercambiables.
En ese capítulo dos, en el que podemos localizar la primera acción, nos encontramos a los hermanos protagonistas alrededor de una mesa, listos para imitar algo que han visto en la televisión y que, a pesar de que el lector encontrará muchas razones para considerarlo una mala idea, están a punto de repetir. De ellos sabemos que caminan por la casa, que abren cajones, que suben y bajan por las escaleras. Pero no sabemos nada de esa casa, ni de esos cajones ni de esas escaleras. Es solo un síntoma, en realidad. Un síntoma de una historia que empieza y acaba en sus personajes y en la voz que los narra.
A partir de ahí, de esa concentración absoluta de la historia en los personajes, podemos empezar a cribar todas las virtudes y defectos de la obra. Entre las primeras, sin duda, la potencia de la voz y el estilo de Torres. Torres puede hacer lo más difícil, puede hacer eso que, al final, firma la condena o la eternidad en las novelas. Torres sabe dar vida a los personajes, animar la narración, mantener la trama con un ritmo veloz y sostenido sin delatar la pretensión de dotar de dinamismo al texto mediante el abuso de repeticiones o atiborrando las frases de verbos. Torres sabe dar velocidad sin que nos sintamos arrastrados, sin aparentar prisas.
En el debe quedan algunos aspectos que, dada la juventud del autor, no tenemos razones para suponer que no se vayan puliendo en trabajos posteriores. Uno de ellos -quizás el peor- la estructura. La hilazón de capítulos cortos con la que se engarza la novela no justifica una estructura que, en conjunto, resulta demasiado desequilibrada, sobre todo a medida que nos acercamos al final. También quedan por resolver los personajes. Los mismos que Torres había animado con efectividad pero que no acaban de comunicarse correctamente con la misma historia que protagonizan, como si, después de haber logrado una buena caracterización de los mismos, algo fallase a la hora de echarlos a andar.
Habrá que estar atentos, en todo caso, a la evolución de Torres, un autor que parece dotado de una poética personal. Algo que no abunda, precisamente, en el panorama contemporáneo.
Por Miguel Carreira