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La evaluación escolar

Martín-Miguel Rubio Esteban
viernes 20 de febrero de 2009, 23:01h
El gran ensayista Rafael Sánchez Ferlosio hace unos veinte años sostuvo con dureza y contundencia argumentativa que prácticamente todos los sistemas de evaluación han servido para aniquilar, desde los años 40 en que comenzase este frenesí evaluador, la natural curiosidad intelectual que todo niño tiene al venir al mundo, como corresponde a su estructura privilegiada de homo sapiens. La evaluación, al convertir el objeto del aprendizaje (cualquier contenido cultural en sentido lato) en pretexto para subrayar el éxito o fracaso del sujeto discente, está aniquilando la curiosidad intelectual innata del alumno (lo mejor que traía de casa), que a partir de ese momento verá la necesidad de conocer el mundo y sus relaciones sólo en función de sus intereses personales presentes y futuros (acumulación de los méritos y trofeos académicos casi cinegéticos), y no por el objeto de saber en sí mismo. Con la evaluación -fundamentalmente la llamada sumativa- se subjetiviza al objeto -“establecido” para aprender- hasta eliminar toda posibilidad de verdadero y profundo conocimiento “desinteresado” de dicho objeto. Sólo se aprende verdaderamente bien desde la suspensión de todo interés que no sea el simple placer intelectual y ansia natural por aprender del propio sujeto discente. Si lo aprendido en la escuela sólo es un pretexto para el lucimiento de los egos discipulares lo aprendido pierde todo su valor y la escuela carece de sentido. Los aprendizajes escolares son infinitamente más importantes que sus traducciones evaluadoras, y cuando la evaluación pesa mucho sobre el alumno la acción de conocer el mundo y sus relaciones se convierte en una simple coartada o álibi para la competición entre los alumnos y la crianza de los gallos en los corrales humanos.

No hay nada más peligrosamente social que la evaluación, sobre todo cuando puede estar efectuada por un mentecato. Al evaluar al niño le estamos diciendo ni más ni menos quién es, y que puede esperar el mundo de él. Estamos calificando ya su esencia, su dýnamis, todo lo que puede dar de sí en su inevitable e incontestable érgon futuro. Ni la inerrancia bíblica. ¿Existe algún principio de individiduación superior a ése, que encima es externo al individuo?

Tiene su perfecto sentido que la LEY ORGÁNICA DE EDUCACIÓN, de 3 de mayo de 2006, demande la realización de una evaluación de diagnóstico de las competencias básicas alcanzadas por el alumnado al finalizar el segundo ciclo de la Primaria (Artículo 21) y al finalizar el segundo curso de la E.S.O. (Artículo 29), en cuanto que la Administración Educativa tiene el deber de conocer la situación del propio sistema educativo, del que es máxima responsable ante la ciudadanía contribuyente, de suerte que le permita adoptar las medidas pertinentes para mejorar las posibles deficiencias. Es una novedad de la LOE que aplaudimos, pero no debería servir para dar a conocer a las familias el escalafón discente que ocupan sus retoños en la escalera casi infinita del genio humano. Pues ello representaría introducir lo que hemos denunciado antes: la transformación del conocimiento en instrumento para el prestigio social propio. Por otro lado, toda evaluación de diagnóstico no deja de ser una gran cucharada sopera en el océano del currículo escolar. Y o bien se emiten juicios de valor fundamentados y rigurosos o mejor es abstenerse, y quedarnos con el cuadro general del sistema entero, que ése sí nos dirá cosas fundamentadas y rigurosas.

Por otro lado, es evidente que la evaluación viene a constituir una reflexión crítica sobre todos los elementos y factores (no sólo el del aprendizaje) que intervienen en el proceso educativo a fin de determinar cuáles pueden ser, están siendo o han sido, los resultados del mismo.

Evaluar a un alumno no puede suponer sólo ayudar a mejorar su rendimiento, sino que también deberá afectar al profesor, a la organización del Centro, a los métodos, al mismo proceso educativo y a la sociedad en que ese alumno se ha desenvuelto. Por otro lado, las actividades evaluadoras deben ser consideradas como parte integrante del proceso didáctico, no siendo, en ningún momento, metas en sí mismas ni forjadoras jamás de un hit parade de “los cuarenta principales”. Y será siempre necesario proceder a la elaboración de una metaevaluación, con la tarea implícita de identificar criterios que nos permitan evaluar la evaluación. Finalmente, la evaluación debería extenderse también a la estimación de resultados secundarios y no previstos, pues de hecho podrían ser tan relevantes como los que se han previsto de manera intencional a través de los correspondientes objetivos del área y la etapa.

Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica

MARTÍN-MIGUEL RUBIO es escritor y catedrático de Latín

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