Después de 70 años, el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos
miércoles 28 de noviembre de 2012, 20:00h
Hay días en los que la sensación de que el mundo se resquebraja, amenazando con dejarnos sepultados, es difícil de combatir. Los periódicos recogen tragedias espeluznantes, con cadáveres de bebe escondidos en un congelador, y uno se queda pensando si será verdad que nos acercamos al final de nuestro planeta anunciado por el calendario maya para el próximo 21 de diciembre. Nada es eterno, de modo que, en algún momento, también este mundo que conocemos se extinguirá, pero lo cierto es que, personalmente, me fastidiaría pertenecer a alguna de las generaciones que asistirán en persona al temido epílogo. Hasta las obras públicas, hoy monumentos, que erigieron los antiguos romanos nos demuestran que nada hay que dure para siempre. Durante los últimos años, el peligro que corren algunos de estos monumentos a causa de la erosión se ha visto agravado por culpa de la crisis financiera, que también afecta a Italia. Aunque ya ha habido algún empresario, como Diego della Valle, dueño de la marca Tod’s y del equipo de la Fiorentina, que, a cambio de los derechos de imagen del famoso Coliseo durante 15 años, ha puesto sobre la mesa 25 millones de euros para llevar a cabo la profunda restauración que pide a gritos el anfiteatro romano visitado por 15.000 personas al día, siempre habrá elementos que desaparecerán para siempre.
Por otra parte, no es sólo el inexorable transcurso del tiempo lo que hace que este monumento, igual que muchos otros, se haya deteriorado. Si no hay límite en el disfrute, las consecuencias para cualquier obra de arte suelen ser de menoscabo, a pesar de que seamos cada vez más conscientes de que ni siquiera los grandes templos, calzadas o acueductos de aquella imperial civilización vayan a ser eternos, especialmente, si no los cuidamos. Sí, Roma lleva el precioso apellido de “eterna”, pero la permanencia de las cosas, de los sentimientos o de los ideales no depende únicamente de la solidez de su estructura, también de la huella que dejan a su paso los demás. Se rompe el mundo. Nos rompemos nosotros, a veces simplemente por un juego. Se rompe, en definitiva, la armonía y la belleza. Y hablando de cosas que no son eternas, a muchos –espero que tampoco a demasiados- les habrá venido a la cabeza el amor, ese sentimiento injusto –porque no premia a los buenos ni castiga a los malos, como dice Alberoni- pero tan profundamente intenso que es difícil mantener amarrado. Su poder es tal, que si somos capaces de dominarlo, lo más probable es que no estemos enamorados de verdad. Al mismo tiempo, quien ya ha padecido su influjo sabe que ignorarlo supone arrancarte de cuajo un pedacito de ti mismo. El amor entendido como una guerra, nunca tiene futuro. Morbo, sí. Mucho. Pero en los pulsos amorosos no está el núcleo de un sentimiento que debería de pasar primero por la amistad, ese otro lugar en el que la armonía sí puede, en cambio, resultar más duradera.
En todo caso, ¿qué sería de nosotros como civilización si, a pesar de todas las complicaciones, no siguiéramos enamorándonos? 70 años después del estreno de “Casablanca”, una de sus míticas frases ha vuelto a ponerse de moda y lleva semanas recorriendo la red. Ilsa le dice a Rick: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. Es cierto. Una vez más, el mundo parece resquebrajarse a marchas forzadas pero, en general y por fortuna, seguimos notando el corazón acelerado cuando nos llama el amor y las entrañas retorcidas, cuando no nos llama. El ingenioso Ambrose Bierce en su diccionario del diablo define el amor como “Locura temporal que se cura con el matrimonio o alejando al paciente de las influencias que le hicieron sufrir el trastorno. O locura que se comete al tener demasiada buena opinión del otro, antes de saber nada de uno mismo”. Aunque tampoco convendría olvidar –mucho menos, cuando se está incubando la mencionada locura- la definición que el mismo periodista estadounidense realiza del amor propio, dos líneas más abajo: “El amor propio es la valoración equivocada de uno mismo”. Porque, en ocasiones, es este otro amor, el propio, el causante de que la anhelada eternidad del amor dure menos que el primer suspiro.
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Escritora
ALICIA HUERTA es escritora, abogado y pintora
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