Sobre el aburrimiento
sábado 20 de abril de 2013, 19:37h
Acabo de terminar de leer la novela póstuma de David Foster Wallace, El rey pálido. Es una obra extraordinaria, incluso a pesar de su carácter inconcluso, y su autor un genio dotado de capacidades de observación y análisis formidables. Naturalmente, no recomiendo la novela a la totalidad de los lectores. Los lectores de garrafón es mejor que sigan con sus misterios, sus aventuras románticas y su guerra civil. El resto, por escaso que sea, debería sacar un poco de tiempo para esta obra, centrada en uno de los problemas fundamentales de nuestra época: el aburrimiento. Los viejos moralistas solían decir que de él viene el hedonismo que corrompe las sociedades; Wallace, en cambio, sostiene que la capacidad para triunfar en nuestro mundo –el mundo burocrático, tecnocrático- es la capacidad para soportar el aburrimiento, para ocuparse de cosas sin sentido, absurdamente complejas y repetitivas, ajenas a cuanto es vital y humano. Yo creo que no le falta razón. Para prosperar hoy hace falta saber respirar en un ambiente sin aire.
Que el aburrimiento resulta doloroso y, por ello, lo rechazamos instintivamente, no es algo que necesite aclaración. Wallace ofrece, sin embargo, una interpretación penetrante. Algo es a su entender aburrido cuando no consigue suministrarnos un estímulo bastante poderoso como para distraernos de otra clase más profunda de dolor que se halla siempre presente en nuestras vidas y que todos más o menos procuramos evitar ocultándolo como sea. Cosas como el hilo musical, las televisiones en las salas de espera o los ordenadores y teléfonos de bolsillo parecen ideados para impedir que nos quedemos a solas con nuestros propios pensamientos, como si en el fondo de nuestro ser hubiere algo inquietante que se horroriza ante el vacío y que por nada del mundo deseáramos contemplar. ¿Escondemos bajo la piedra de la conciencia un ser que pugna por salir, algo más verdadero que lo que mostramos, monstruosamente verdadero?
Normalmente produce aburrimiento encontrarse en una situación en la que no hay nada capaz de distraer nuestra atención, una situación en la que, inevitablemente, tropezamos con nosotros mismos. Para la mayor parte de las personas este tropiezo es una experiencia desagradable. Muchos, de hecho, prefieren la falta de lucidez. Mientras miro la televisión o leo el periódico y me informo de lo que ocurre no pienso en mi falta de rumbo e iniciativa. Pero si en un momento dado no hay nada que me distraiga y me quedo plantado ante mí empiezo a sentirme mal y a apartarme con horror del abismo que se abre bajo mis pies. Ese alejarse con repugnancia y espanto se decía en latín abhorreo, un vocablo del que proceden los términos aborrecer y aburrir, dos palabras que no empezaron a separarse hasta el siglo XVI.
Wallace dice que el término “aburrimiento” empezó a popularizarse a finales del XVIII. Antes se preferían otras expresiones: el taedium vitae de los patricios romanos, la accidia de los monjes medievales, el daemon meridianus de los ermitaños, etc. Verdad que en la palabra “tedio” también hallamos el matiz de repugnancia que hay en la voz “aburrimiento” (taedium viene de taeter, repulsivo, y de ahí tétrico), pero el aburrimiento tiene la peculiaridad de que lo que asquea es uno mismo, lo que uno en el fondo es, la vida que uno lleva. Kierkegaard vio esto muy bien cuando escribió que el aburrimiento acompaña al movimiento, pone las cosas en movimiento. Es la contemplación del abismo, acercarse y apartarse del horror, lo que da lugar a la actividad. ¿Creó Dios el mundo por aburrimiento?, ¿y los hombres, han hecho los hombres algo que no se deba en última instancia a ese motivo? De esto, entre otras muchas cosas, trata la novela de Wallace: la conexión entre aburrimiento y movimiento, la necesidad que tiene la sociedad actual de vivir en un continuo y espectacular ajetreo para no enfrentarse a sí misma, para ver sólo a medias, como el cíclope antes de que Nadie le reventara el ojo.