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El indulto como fraude

José María Herrera
sábado 27 de julio de 2013, 18:56h
Todo el mundo ha sentido alguna vez en sus carnes los efectos de la aplicación estricta de una norma o un reglamento. “Summun ius summa iniuria” (sumo derecho, suma injusticia) escribió Cicerón en De officis. Para evitarlo existen cosas como el indulto. A diferencia de la amnistía, que borra el delito, el indulto libera de la pena, pero no de la culpa. Se trata de una medida excepcional con la que el Estado renuncia a ejercer su poder punitivo. En España se ha abusado sin embargo tanto de ella (desde 1996 han sido indultadas ¡diez mil ciento cincuenta y ocho personas!) que el pasado noviembre doscientos jueces firmaron un manifiesto titulado: “El indulto como fraude”. En él se acusa al poder ejecutivo de “instrumentalizar el indulto para la consecución de fines ajenos a los que lo justifican”, dinamitando así la división de poderes y usurpando el papel del poder judicial.

Pese a lo que proclaman con desinteresado entusiasmo los tertulianos bien establecidos, está por ver que vivamos en un estado de derecho.
Si se tratara de delitos de poca monta –el pastor que arrancó la planta protegida, el jovencito que intentó pasar por la aduana la bola de hachís-, la clemencia del Estado resultaría simpática, pero siendo cosas muy serias la medida de gracia no tiene ninguna y se convierte, como dicen los jueces, en fraude. Ustedes saben, y si no lo saben ya va siendo hora de que se enteren, que el legislador español emula unas veces a Kafka y otras a Alzheimer. Cuando saltó el escándalo de los contratos blindados que se habían hecho a sí mismos los directivos de las cajas de ahorro descubrimos con estupor que el legislador no había tomado en cuenta esta sucia posibilidad y cuando ahora investigamos el tema de los indultos comprobamos con la misma perplejidad que nadie se ha molestado en regularlo. Imaginen hasta qué punto reina aquí la arbitrariedad que el ministro del ramo –el mismo de las tasas gratuitas y los jueces de carné- explicó el otro día en otro alarde de vergüenza democrática que si no se dan detalles sobre los indultados es … “para proteger su intimidad”.

Afortunadamente hay quien no se conforma con esto. Por ejemplo la Fundación Civio. Gracias a ella sabemos que la decena de personas relacionadas con los GAL condenadas por malversación de fondos públicos, detención ilegal y secuestro fueron indultadas cinco meses después de que se dictara sentencia. Lo mismo ha ocurrido con numerosos corruptos. Algunos han pasado tan poco tiempo en la cárcel a la que fueron enviados tras larguísimo proceso que apenas han conseguido familiarizarse con las instalaciones. Un tertuliano diría que esto prueba lo maravillosamente bien que funciona el Estado de derecho: los jueces han realizado su labor castigando a los culpables y el ejecutivo la suya perdonándolos. Al resto, los estupefactos, nos cuesta corear sus gritos de felicidad.

Ni es igual andar por la parte de Swan que por la de Guermantes, ni hablar de justicia en abstracto, al estilo tertulia, que hacerlo con datos en la mano. El asunto de los indultos es un buen ejemplo. Piensen en el más famoso de todos, el de Alfredo Sáenz, vicepresidente del Banco Santander. Sáenz fue condenado en 2009 a seis meses de cárcel y 9.000 euros de multa por delitos cometidos mientras presidía Banesto, un asunto muy feo donde no faltaban falsas querellas y componendas mafiosas con un juez corrupto. Aunque el Tribunal Supremo rebajó la pena en marzo de 2011, la condena conllevaba la inscripción en el registro de penados y rebeldes, cosa incompatible con la "honorabilidad" que exige el Banco de España para ejercer de banquero. Saénz debía dimitir. Surge entonces providencialmente Zapatero, quien a punto de abandonar el cargo, lo indulta. Al Supremo, sin embargo, no le queda otro remedio que revocar la decisión. El ejecutivo puede condonar la pena, pero no borrar los antecedentes del condenado, precisamente eso que impide al señor Sáenz seguir ejerciendo como consejero del banco. ¿Qué hace el nuevo presidente del gobierno para impedir que un hombre tan ejemplar como el señor Sáenz, número uno de su promoción, abandone la escena? Aprobar un Real Decreto que suprime el inconveniente de los antecedentes penales. Así de fácil. En vez de que el hombre se ajuste a la ley, la ley se ajusta al hombre, como un traje de Camps. El marrón de explicar esta burda maniobra del legislador le toca a la pobre Sáenz de Santamaría, abogada del Estado, quien recurre a ese poderoso y original argumento que empieza así: “en los países de nuestro entorno …”. Sáenz, el banquero, decide de todas maneras dimitir. Tiene setenta años, una jubilación de ochenta y ocho millones de euros y confianza plena en el estado de derecho. ¿Quién podría dudar de ello?
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