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El efecto Potemkin

José María Herrera
sábado 26 de octubre de 2013, 16:55h
Gregori Aleksándrovich Potemkin, mariscal de campo del ejército ruso, gobernador de Crimea y amante de Catalina la Grande (también conocida, debido a su promiscuidad, como Catalina la Glande), ha pasado a la Historia por haber dado nombre a dos cosas: un acorazado de película que existió realmente y una mentira teatral, el efecto Potemkin, tema del artículo de hoy. El gobernador de Crimea, uno de los precursores de la publicidad institucional, tan cara a los españoles, se hizo famoso por disponer en los lugares por donde iba a pasar el cortejo imperial decorados de cartón representando suntuosos edificios a fin de suscitar la impresión de que en su provincia reinaba una gran prosperidad. Consciente de que la distancia bizantina a la que se mantenía la zarina favorecía el engaño y que las personas sólo ven lo que quieren ver, la estratagema le salió lo suficientemente bien como para que lo nombraran comandante supremo del ejército ruso. Aunque ignoro si el nombramiento fue fruto de la creencia en las bondades de su gestión o se debió a otras razones, siglo y medio después otro mariscal de película, Erwin Rommel, el zorro del desierto, empleó también aquella táctica con éxito, algo que puede alegarse sin duda a su favor.

El efecto Potemkin se produce cuando se le oculta al soberano la realidad a fin de que crea que la situación de su país y sus ciudadanos es mejor de lo que es. Cuando es el soberano quien trata de engañar a los ciudadanos haciéndoles mirar en una dirección equivocada no hay tal efecto. En ese caso se habla de pan y circo. Recuerden, por ejemplo, la época en la que se decía que la retransmisión semanal de un partido de futbol era una sucia estrategia del poder para mantener felizmente alienados a los ciudadanos. Otra posibilidad es que Nietzsche tenga razón y que la democracia, haciendo creer a la gente que su decisión de un día determina lo que va a ocurrir los años siguientes, sea una simple pantomima (“la alegría de los esclavos en las saturnales”, decía él). Entonces sería legítimo hablar de efecto Potemkin: los validos que manejan los resortes del poder hacen creer al soberano, el electorado, que vive en un estado de derecho, lo cual sólo es verdad en apariencia y como de lejos.

Catalina la glande y su gallardo mariscal vivieron en el siglo XVIII. Por aquel entonces el refranero ya era lo que es. El “gato por liebre” hacía siglos que había abandonado el ámbito de los figones. Ni el más obtuso de los sanchos ignoraba que no hay orden de la vida en el que no quepa el engaño. Con el tiempo esta posibilidad se ha recrudecido. No piensen en política, sino en las potencialidades de la técnica, la cirugía plástica por ejemplo. También aquí lo esencial es la distancia. Hay señoras recauchutadas sumamente aparentes cuyo encanto sólo empieza a desvanecerse cuando nos aproximamos (entonces tenemos la impresión de estar ante una belleza sin alegría, como una bailarina que danzara en el escenario con un chino metido en la zapatilla). Hasta qué punto es posible llegar lejos con el engaño lo prueba un zoológico de Luohe, en la provincia china de Henan, en el que se exhibían hasta hace poco leones que eran en realidad mastines tibetanos disfrazados y reptiles que eran ratas camufladas. Cuesta creer que algo así haya podido ocurrir, pero, como ya dije, todo depende de la distancia y de lo que uno quiera ver. De hecho, el engaño lo descubrió un visitante al que no le extrañó el aspecto de los felinos, sino sus ladridos. Esperemos que a los españoles no nos suceda lo mismo ahora que han dejado de rugir los mercados.
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