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Funerales de Estado y con historia

Alejandro San Francisco
martes 01 de abril de 2014, 20:15h
Los Reyes de España han presidido los funerales de Adolfo Suárez, cuyo deceso enlutó no sólo a sus compatriotas, sino que fue sentido en diferentes lugares del mundo. Autoridades religiosas y civiles, nacionales y extranjeras, han asistido unánimes al último homenaje a la principal figura de la transición española de los años 70.

La muerte de una figura política de envergadura se constituye a su vez en un hito político. Lo mismo ocurre con otros tantos rituales cívicos, tanto en las repúblicas como en las monarquías: el nacimiento de un heredero, las fiestas de la independencia, la conmemoración de una batalla, el día de la Constitución, el matrimonio de un futuro rey, la caída de un régimen o la fundación de otro, en fin, numerosas y variadas expresiones de la cronología cívica de una sociedad. Los funerales, entre muchas otras características, y por tratarse de una despedida, tienen el valor inmenso de servir de balance de una vida y de una obra.

Lo que vale para España sirve también para otros lugares del mundo. El caso de América Latina, como lo ha destacado el excelente libro editado por Carmen Mc Evoy, Funerales republicanos en América del Sur: tradición, ritual y nación 1832-1896 (Santiago, Centro de Estudios Bicentenario/Instituto de Historia de la Universidad Católica de Chile, 2006), ilustra muy bien sobre la importancia que tenía el rito de despedida de los próceres dentro del proceso de construcción de la nación. Como destaca Mc Evoy, el funeral de Estado se distingue “de otros ritos mortuorios no sólo porque rompe con la organización espacial y temporal cotidiana, sino porque cuenta con tres componentes esenciales: un gran hombre, la República y la posteridad”.

En los últimos años y décadas hemos tenido la oportunidad de volver sobre situaciones similares en diferentes momentos y lugares. Por ejemplo, lo que representó la muerte de Juan Pablo II y su posterior funeral multitudinario, con una verdadera peregrinación internacional durante varios días en Roma; o bien el fallecimiento y despedida de Margaret Thatcher, que había marcado toda una época en Inglaterra y Occidente; el año pasado el mundo se conmovió con la partida de Nelson Mandela, y los días posteriores pudimos observar su significado histórico y trascendencia, en lo que podría considerarse su última lección.
No se trata solamente de figuras políticas, sino del significado simbólico que representan la muerte y el funeral de una figura pública para la construcción de la nación y la perpetuación de la memoria de la persona y el fortalecimiento de la sociedad. Uno de los ejemplos más notables del siglo XIX fue la muerte de Victor Hugo, el gran escritor francés autor de Los Miserables. Él también había sido un hombre difusor de las letras y de su patria, así como había contribuido al establecimiento de las instituciones políticas de Francia. Cuando falleció en 1885, el mundo de las letras se vistió de luto y la república despidió a su prócer civil. Así lo explica Nancy Sloan Goldberg: “En el Arco de Triunfo, representantes de todas las ramas de gobierno… Se estimó que 700.000 personas llenaron las avenidas de l’Étoile. Un saludo de 21 cañonazos marcó el principio de la ceremonia… La procesión hacia el Panteón empezó a las 11.30… Se estimó que 1.000.000 de espectadores observaron a 100.000 participantes en la procesión funeraria”. El gran escritor había muerto, ¡Larga vida a Victor Hugo!

El asunto de fondo es rescatar del olvido, desde el mismo momento de la muerte, a un gran hombre fallecido y cuyo significado patriótico resulta importante transmitir a la posteridad. Es lo que ha ocurrido en estos días con la muerte de Adolfo Suárez y con su funeral de Estado, al que han asistido las máximas autoridades del país, ex presidentes de gobierno, los líderes de las comunidades autonómicas y figuras internacionales. Se ha destacado la lucha de Suárez por la reconciliación en España, su sentido de unidad y el éxito de la transición. El valor de lo hecho en el pasado se transforma en una lección que hay que recoger en el presente para construir un futuro mejor.

La partida de Adolfo Suárez, así se ha podido ver prácticamente de manera unánime en los últimos días, nos ha permitido volver a mirar con calma la historia de España y del mundo en las últimas décadas. El funeral ha permitido poner en valor el significado de su trayectoria y su valor personal, como han señalado distintas personas. Quizá también nos haya servido para ponderar adecuadamente los logros y debilidades de los procesos políticos en los que le correspondió participar. En cualquiera de los casos su figura, fundamental en tiempos de cambio, ha recobrado el interés que parecía perdido y ha facilitado volver a poner a la historia como punto de referencia del presente, como aconseja la madurez política y un sentido más profundo de las cosas.
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