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TRIBUNA

Del watchdog a la jauría mediática (II)

Alejandro Muñoz-Alonso
lunes 24 de noviembre de 2014, 20:18h

Nos ocupábamos la semana pasada de algunos aspectos de las complejas relaciones entre políticos y periodistas, un problema que se ha agudizado últimamente por la incidencia combinada de la crisis económica -con sus secuelas de la desigualdad, el paro y hasta la exclusión social- y de la corrupción, no sé si más profunda y grave que en otros tiempos y lugares, aunque, sin duda y en todo caso, mucho más “mediática”. Ya adelantábamos que el problema viene de muy atrás. Hace algunos años, publiqué un artículo en la revista Cuenta y Razón precisamente con ese título, “Políticos y periodistas”, en el que, aparte de unas reflexiones desde el prisma de la situación político-mediática de entonces, me atreví a sintetizar de una forma gráfica las diferencias entre el periodismo clásico o ideal y el de esta época que algunos se empeñan en denominar “posmoderna”. En el primero, los periodistas corrían detrás de los políticos, a la búsqueda de la noticia, en el actual son los políticos los que corren detrás de los periodistas, con la pretensión de lograr un tratamiento personal favorable. Mi imagen no era un capricho pues lo había visto y lo he seguido viendo con mis propios ojos: En los pasillos de las Cámaras, pero también en otros lugares, como algún restaurante, he visto a ciertos políticos despepitándose detrás de un periodista más o menos influyente (los influyentes de verdad no suelen ir al Parlamento porque se les sirve “a domicilio”) “a ver si no me dejas mal”.

Más aún. Al político que, por las razones que sean y que no tiene por qué explicar, no se detiene ante el asalto mediático o no responde a las preguntas pertinentes o impertinentes, porque así lo estima conveniente en ese momento, se le vitupera sin medida. El clásico y famoso no comment se ha convertido en un delito de lesa prensa que merece las más horrendas penas. Y si el político en cuestión da una rueda de prensa y no acepta preguntas, a saber por qué, entonces se convierte, casi seguro, en reo de ese “fusilamiento al amanecer” al que aludía Leguina y que citamos la semana pasada. Y es que los periodistas se tienen por representantes de la sociedad, con legitimidad superior a la del político, por muchos votos que éste tenga, y con la idea de que éste debe responder a sus preguntas o peticiones cuando y como ellos quieran. Un sociólogo americano, Daniel Yankelovich, ha escrito al respecto: “La prensa gusta de considerarse a sí misma como representante de la voz pública pero no es así. La prensa representa la voz de la prensa, con su propio lenguaje, su propia cultura, sus propios intereses”. Puede ser espejo o palanca de la opinión pública, pero no es la opinión pública. Y, desde luego, carece de electores, aunque cuente con más o menos lectores, oyentes o telespectadores.

Todo ello queda muy lejos de la concepción clásica del periodista como mediador entre la sociedad y los políticos, que es un papel muy digno pero que no pone a su servicio a quienes desempeñan una función pública. La “hubris” (en el sentido de arrogancia y autoconfianza excesiva) que Fullbright atribuía, hace años, al poder político, ha cambiado de bando y es ahora un atributo del poder mediático. Así se explica que Alain Minc, a quien citábamos la semana pasada, escribiera que “los directores de Le Monde o del Figaro miran a los ministros con el distanciamiento de los botánicos ante algunas especies en desarrollo, mientras que estos últimos, en su mayor parte, están petrificados ante ellos”.

La situación se complica aún más porque los periodistas parecen haber olvidado su función primigenia, informar, y con una excesiva frecuencia se dedican a opinar o a analizar. Se trata de funciones muy diferentes y que deben separarse netamente, según las pautas del periodismo clásico. Dar información “veraz” como pide nuestra Constitución, objetiva, aquilatada, contrastada es una función de enorme importancia. En estos tiempos, muy a menudo, carecemos de información y se nos abruma con opiniones, que muchas veces los ciudadanos no han pedido ni les interesan porque ellos saben opinar por su cuenta.

La caza del político, de los despreciados miembros de “la casta”, se ha convertido en el deporte favorito de los medios. Hace un par de años, una mañana de julio, oía yo una cierta emisora de radio que criticaba a los diputados que habían venido a Madrid desde sus provincias a una sesión extraordinaria del Congreso. El locutor comentaba unas imágenes que se habían visto en televisión: “Miradles, han ido al Congreso con la maleta para salir pitando a la playa”. Como conocía a otro de los periodistas que hacían el programa le llamé y le expliqué que, lógicamente, terminada la sesión se iban a sus coches o a los trenes o aviones para volver a sus provincias que, además, son sus lugares naturales de trabajo político. La respuesta de mi amigo me dejó helado: “No, si yo lo sé, pero mi jefe dice que eso de la maletas y la playa vende más”. Sin comentarios.

Con la incidencia actual de la corrupción y mientras se proyecta la imagen de que todos o casi todos los políticos son corruptos (“¡Lo que debe haber ahí!”, comentaba el otro día un presentador) se está produciendo una situación similar a la del macarthysmo de los años cincuenta en Estados Unidos. El senador McCarthy lanzó en pleno Congreso la falsa acusación de que tenía una lista de 206 funcionarios del Departamento de Estado que trabajaban para los comunistas. A partir de ahí se organizó una auténtica caza de brujas, que veía comunistas en todas partes, que arruinó carreras de gente honorable y causó un daño muy duradero a la democracia americana. Un historiador americano, Herring, escribe: “Una cultura de Guerra Fría cercana al miedo histérico, de suspicacia paranoica y sofocante conformismo comenzó a tomar forma. Un anticomunismo militante envenenó crecientemente la atmósfera política americana y convirtió en imposibles las negociaciones con la Unión Soviética”. El neurótico McCarthy llegó a acusar a personas que estaban a años luz del comunismo como Dean Acheson o el general Marshall, ambos inspiradores principales de la OTAN.

La tentación de los medios, ante estas situaciones de caza de brujas generalizada, es la de sumarse a la campaña a partir de la elemental consideración de que el ruido y el escándalo favorecen la venta. Se cae entonces en el más lamentable amarillismo, una patología periodística que nació en Estados Unidos, precisamente en los albores de la crisis hispano-americana que condujo al Desastre del 98. Una buena parte de la prensa, con el grupo Hearst a la cabeza, montó una sucia y lamentable campaña anti-española que llamó a “la aniquilación de los perros españoles”. No era la primera vez que los americanos nos dedicaban tan amables requiebros. Solo los medios serios y responsables resisten esa fácil tentación. E incluso la desmontan.

Cuando se llega a ese amarillismo extremo, los medios dejan de ser el venerable watchdog de la teoría clásica y devienen una jauría mediática que muerde inmisericordemente, como está sucediendo en la actualidad, a los políticos, por el simple hecho de serlo, aunque es muy notable como se despelleja con mucha más saña –y con la voluntariosa complicidad socialista- a los que pertenecen al PP. Se ve que la carne de pepero es más sabrosa de morder. Un buen tema de investigación. Como en la vieja historia del bebé arrojado junto al agua del baño, ya de paso se tilda de inútiles, caducas y prescindibles a las instituciones y, como comentábamos aquí hace poco, se muestra disposición a dar alegremente el salto al vacío. Exactamente lo que sucedió en Europa en los años veinte/treinta del pasado siglo y que desembocó en el totalitarismo.

El decano de la Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard, Joseph S. Nye Jr., escribía hace algún tiempo: “Los estudios muestran que durante las tres últimas décadas, los medios y los filmes han tendido a dar una visión más bien negativa de la política y del gobierno. Esto no importaría si la única víctima fuera la vanidad de los políticos. Pero, mantenida durante largos periodos, la devaluación del gobierno y de la política puede afectar a la fortaleza de las instituciones democráticas”. Dudo que lo entiendan quienes quieren dar por finiquitado el sistema alumbrado por consenso general en la Transición y apuestan no por reformar la Constitución -aunque se escuden en la palabra “reforma”- sino por hacer otra nueva basada en una idea federal que, en sus aspectos más positivos ya está asumida y encarnada en la vigente Constitución de 1978.

Alejandro Muñoz-Alonso

Catedrático de la UCM

ALEJANDRO MUÑOZ-ALONSO es senador del Partido Popular

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