Una de las paradojas de los regímenes totalitarios del siglo XX, especialmente el comunismo y el nazismo, es que frente a su indecencia aparece la belleza, ante el poder opresivo destaca la lucha por la libertad, frente al silenciamiento del arte y la cultura, surge una creación literaria y muchas muestras que desafiaron la violencia y la muerte. Así queda ilustrado, por ejemplo, en este libro de Ludwig Winder, publicado originalmente en 1943 y ahora felizmente editado en español.
La obra está ambientada en Checoslovaquia hacia 1939, cuando Hitler -en su megalomanía desatada- decidido a expandir su dominio, procuró hacerse del país y administrarlo con un poder delegado. Para el nazismo esa nación debía subordinarse al proyecto del Tercer Reich y su interés por ocupar los territorios del este.
Sin embargo, este no es un libro de historia, sino una obra literaria. Es una novela sobre un hombre común y corriente, inserto en esa gran historia de terror y contradicciones ocurrida en Europa bajo el dominio del nazismo y durante la Segunda Guerra Mundial. Josef Rada es un funcionario público del Ministerio del Tráfico, en Praga, que vivía ocupado íntegramente en sus rutinarias tareas profesionales y consagrado a su familia: su mujer Marie y su hijo Edmund. Era un trabajador pulcro y perfeccionista, con un sentido del deber a toda prueba, honesto y sencillo. Su hijo tenía a Ludmila como novia, ambos estudiantes de Medicina. Se trataba de una vida monótona, prácticamente sin relieves, con escasos momentos de heroísmo en cincuenta y dos años de vida.
En esta línea destacaba una experiencia de la infancia, cuando había salvado la vida a Fobich, niño que se estaba ahogando y que mantendría una gratitud permanente hacia su héroe. Fobich, ya de adulto, tendría grandes responsabilidades y sería uno de los escasos checos serviles al nazismo y, por lo mismo, llamado traidor entre sus compatriotas. Estaba a cargo de la III sección, de trenes y transporte, hasta dónde llevó a su salvador, como una promoción laboral que Rada rechazó en un principio, pero que finalmente asumió por razones derivadas de la nueva situación política bajo el dominio hitleriano, alentado por algunos hombres de la resistencia.
En un primer momento, bajo la dirección del barón Neurath, la situación fue lamentable, pero no excesivamente represiva, en parte por lo civilizado que resultaba el líder del protectorado para los estándares nazis. Todo cambió, radical y dramáticamente, con su sucesor Heydrich, un hombre fanático y cruel, quien rápidamente estableció una verdadera carnicería contra checos y judíos. Esto se reflejó también en la vida de Rada: si en el primer momento había dicho a su familia que debían mantenerse en silencio y sin meterse en problemas hasta que pasara todo, la cuestión experimentaría una variación a medida que se multiplicaran los crímenes y la represión.
Los checos no aceptaron jamás la imposición nazi, y mostraron valentía y decisión para la lucha. Tuvieron una disposición incluso para morir si era necesario, y para continuar la resistencia por diversos medios. Obreros, profesionales y estudiantes comenzaron a participar en distintas formas de protestas y sabotajes. Al respecto existían grupos organizados, como aquel integrado por Havelka y Novak, así como había también manifestaciones espontáneas de otros actores. Una de estas se produjo con ocasión de la Fiesta Nacional, prohibida por los ocupantes y que terminó con una tremenda represión, que afectó a las residencias de estudiantes, significó la clausura de las universidades y también la muerte y detención de muchos jóvenes. Edmund trató de localizar a Ludmila y fue detenido y enviado a Dachau, el campo de concentración del que nunca regresaría. Ella tendría “mejor suerte”, y pasaría por el campo y por fábricas trabajando “al servicio” del Tercer Reich, como tantos que fueron esclavizados bajo el régimen nazi.
Esta circunstancia, y la represión sostenida llevaron a que Rada se replanteara el sentido de su vida, y decidió “escuchar” la voz de su hijo que parecía resonar en su conciencia: “No cumples con tu deber, papá”. Entonces decidió cumplir con su deber. Resolvió operar en la clandestinidad, aunque no tenía experiencia al respecto, pareció no temer a la muerte y contactó con Novak, decidido a prestar un servicio a Checoslovaquia y a provocar daño a los invasores. En la organización de la resistencia podría prestar servicios importantes, considerando que los trenes cuyos horarios decidía y controlaba el propio Rada, trasladaban gente, soldados y armamentos, por lo cual se podría asestar golpes dolorosos y efectivos.
La lucha tenía bajas por los dos lados: Havelka fue detenido y asesinado con toda su familia, numerosos miembros gastaban sus días y escasas energías en los campos de concentración. Pero también fueron numerosos los trenes que sufrieron choques o atentados, y las fuerzas del Reich no tenían capacidad ni humor para detener los golpes que parecían multiplicarse con más fuerza a medida que la represión se hacía más feroz. Ni Rada ni Marie volvieron la vista atrás, sino que continuaron con entera convicción en el cumplimiento del deber. Lo mismo, así aparece en una historia paralela en la que participa Ludmila, ocurría con los esfuerzos por sabotear la industria aérea instalada en Checoslovaquia, en la que servían tanto ciudadanos del Reich como checos, algunos involucrados en la resistencia. De esta manera, los éxitos esporádicos y los golpes asestados al invasor otorgaban alguna alegría ocasional y reavivaban las esperanzas de una sociedad sumida en la más cruel tiranía.
El final del libro es a la vez emotivo y doloroso. Tal como lo fue el fin de la guerra para los checos, que celebraron en un primer momento la liberación de su patria de la tiranía nacionalsocialista y posteriormente, casi sin tiempo para las celebraciones y para la vida en libertad, debieron enfrentar el dominio de una nueva tiranía, ahora comunista, que se mantendría varias décadas en el poder. Se repetían los dolores del siglo XX, como recoge esta obra que vale la pena leer.