Desde hace varios años, Emmanuel Carrère (París, 1957) viene cultivando con éxito el terreno novelístico de la no-ficción, que absorbe elementos de otros géneros como el ensayo, el relato autobiográfico, la metaliteratura o la investigación no académica, con una estructura muy libre que prescinde -casi- de la acción y desborda lo puramente narrativo para incluir reflexiones históricas, psicológicas y morales; además de desplegar variadas técnicas de escritura: narración, transcripción de textos, debates dialécticos… Desde Proust, la novela rompe sus fronteras tradicionales y la fórmula empleada por Carrère es también el espacio transitado contemporáneamente por otros autores, como Sebald o Karl Ove Knausgard. Consciente de su fama y repercusión a la hora de escribir («este libro que escribo sobre el Evangelio […] me lo represento como mi obra maestra, sueño para ella un éxito mundial […] he aprendido muchas cosas escribiéndolo, el que lo lea también aprenderá mucho y estas cosas le harán reflexionar»), el novelista francés se introduce en el relato, dialoga y se cartea con sus lectores, es un personaje real para ellos; llegamos a pensar si este recurso, de complicidad con el público, podría tratarse de una forma de protección, de sentirse más seguro mostrando el making of del libro en gestación, confidenciando al lector sus intenciones y las dificultades halladas en su escritura, en vez de construir meramente una ficción excluyéndose como autor de la trama, publicarla y esperar –temeroso- el veredicto posterior.
Máxime, en este caso, al abordar un tema siempre controvertido como es el fenómeno de la fe y la religión, desde una posición, además, desmitificadora y agnóstica en el sentido más literal. Superponiendo dos planos diferentes, Carrère reconstruye su propia experiencia personal como católico practicante en una época de su vida y todo un mundo antiguo, el de los orígenes del cristianismo, centrado en la figura de Pablo de Tarso, sus disputas con la Iglesia de Jerusalén y los apóstoles, una rivalidad que «fue la enfermedad infantil del cristianismo»; y en la de Lucas, compañero de Pablo, autor de los Hechos, de una vida de Jesús y de otros textos, a partir del cual nuestro escritor indaga en las fuentes evangélicas primigenias. A caballo entre lo histórico y lo novelesco, con una fenomenología que busca siempre al hombre concreto en un lugar y un punto concretos, Carrère reclama su derecho a intervenir y no se priva de comentar lo que sucede o imaginar -con la única condición de la verosimilitud- aquello que nos es desconocido, con un estilo a menudo llano y desenfadado: «A Pedro le corresponde predicar el Evangelio a los judíos, a Pablo predicarlo a los paganos. A Pedro la circuncisión, a Pablo el prepucio. Y asunto zanjado». Para él, el evangelio de Marcos está «lo más cerca posible de este horizonte para siempre inalcanzable: lo que pasó realmente», mientras Lucas, templado y conciliador, hizo «una auténtica novela» con brillantes recursos narrativos y vertiendo por boca de Jesucristo muchas de las enseñanzas recibidas de Pablo.
Una de las cosas más claras que en el mismo dice Jesús es que el Reino está cerrado a los ricos y los inteligentes. En palabras de Carrère, «no es un más allá, sino más bien una dimensión que la mayoría de las veces es invisible para nosotros pero que aflora en ocasiones, misteriosamente, y en esta dimensión tiene quizá sentido creer, contra toda evidencia, que los últimos son los primeros y viceversa». Al final de su obra, el autor confiesa no haber recuperado la fe, pero sí haber vislumbrado lo que es el Reino, esa hermosa locura de la fe frente a la razón, tozuda y menesterosa...