Gran número de religiones y, lo que es casi equivalente, de culturas del mundo contienen la idea de un juicio universal, coincidente con el final de los tiempos, presidido por la idea de la retribución. Así, el Juicio de Osiris tras el pesaje del alma por Anubis en el Libro de los Muertos egipcio, el juicio de Minos, Radamantis y Éaco en el Hades griego, el valle de Josafat judío, el Juicio cristiano, el día de la retribución islámico, etc… Desde un punto de vista estrictamente humano, lo más cerca que se ha estado de tales “relatos” fue hace setenta años, en la ciudad alemana de Nuremberg, cuando el Apocalipsis vivido durante el lustro anterior condujo a la convicción de que los principales culpables de que hubieran sonado las siete trompetas habían de comparecer ante el mundo para dar cuenta de sus crímenes.
Nuremberg ha sido definido con razón como el mayor juicio de la Historia, y, ciertamente, así fue, por el tamaño del sumario, la documentación y testimonios examinados, y, sobre todo, por tratarse del primer tribunal con vocación universal. Como es sabido, fue solo el primero de una serie de procesos destinados a enjuiciar los crímenes cometidos en el conflicto bélico, siendo seguido de otros muchos en donde se juzgó a determinados colectivos (médicos, jueces, oficiales del ejército…), sin olvidar que meses más tarde se constituiría un Tribunal similar para depurar las responsabilidades de las autoridades japonesas en Extremo Oriente.
Antecedentes fallidos no faltaban, como el Tribunal establecido en Leipzig para enjuiciar los crímenes alemanes en la Gran Guerra, saldado con un fracaso, por la exigüidad de las condenas y la incomparecencia (entre ellos del propio káiser) de los principales acusados. Pero, ya durante el desarrollo de la siguiente guerra, la conciencia de las atrocidades que se estaban cometiendo en Europa condujo a dirigentes como Roosevelt o Churchill a proclamar la necesidad de llevar a los responsables ante la Justicia. No faltaron, empero, tentaciones de resolver todo por la vía rápida de las ejecuciones sumarias (así, el célebre brindis de Stalin en Yalta sobre los 50.000 oficiales germanos a ejecutar en unos meses, que obtuvo una airada respuesta por parte de Churchill), felizmente descartadas. Concluida la guerra, las potencias vencedoras aprobaron en Londres el estatuto del Tribunal Militar Internacional encargado de enjuiciar los crímenes perpetrados por las autoridades nazis.
En el proceso, celebrado entre el 20 de noviembre de 1945 y el 1 de octubre de 1946, fueron encausados los más destacados jerarcas vivos del régimen nazi, amén de algunos de los principales colaboradores del mismo (por ejemplo, se pensó en un inicio en procesar al industrial Krupp, pero su precario estado de salud lo impidió, si bien se sopesó en sustituirle por su hijo). El juicio tuvo aspectos sumamente interesantes, desde la biografía y comportamiento de los jueces y fiscales, de muy distinta procedencia y carácter, hasta la actitud de los encausados (dentro y fuera de la sala). El desarrollo de las sesiones es también digno de análisis: la atmósfera cargada de la sala, el silencio y respeto imperantes, los duelos en los interrogatorios entre fiscales y acusados (singularmente entre el norteamericano Jackson y Goering), y, sobre todo, la exhibición de los documentales en donde lo inimaginable se hacía imagen, además de los escalofriantes testimonios de los testigos de la Shoah. Finalmente, el fallo y el patíbulo (suicidio de Goering pocas horas antes incluido) para doce de los veintitrés acusados (el fusilamiento a los militares, sugerido por el juez francés y preferido por los propios condenados fue descartado en último término).
Nuremberg supuso un antes y un después en muchos aspectos (entre ellos, el de la traducción simultánea, inaugurada en el juicio y modelo posterior para el mundo en el que hoy vivimos), y, especialmente en dos: el jurídico y el histórico. Ciertamente, en ambos planos podrían ponerse diversos “peros”. Así, por lo que respecta al derecho de defensa, eminentes juristas han señalado que determinadas garantías no fueron, cuando menos, estrictamente observadas: desde el derecho al juez natural o el principio de irretroactividad de las leyes (y penas), hasta la negación del argumento “tu quoque” para la defensa alemana (admitida, sin embargo, parcialmente, respecto a la guerra submarina). En cuanto a la vertiente puramente histórica, bien es verdad que diversos aspectos quedaron orillados o silenciados, como, por ejemplo, los bombardeos aliados sobre poblaciones civiles y, en especial, el trato soviético dado a los prisioneros (con todo, episodios como el de Katyn, contenido en la acusación inicial contra los alemanes, no fue incluido finalmente, ante las dudas que ya por entonces se suscitaban respecto a la autoría de la matanza).
Desde un punto de vista jurídico, Nuremberg destaca por dos motivos. Desde la óptica del Derecho Internacional y del Penal, por cuanto que trasciende el tradicional concepto de los mismos como derecho de los Estados, al establecer que existen determinados delitos que han de ser enjuiciados por una ley universal y un tribunal con tal carácter. Una ciudad alemana, Nuremberg acaba con otra, Westfalia. Por otra parte, desde el punto de vista de la denominada Filosofía del Derecho, Nuremberg supone “la muerte en la horca” del positivismo jurídico en su interpretación más estricta. Comporta la irremediable admisión de la imperfección de nuestros ordenamientos jurídicos o, como mínimo, de sus posibles imperfecciones. La dogmática jurídica, precisamente germana en su versión más clásica, sacralizadora de los ordenamientos cerrados, autosuficientes y autojustificados, había quedado herida de muerte. Suárez y Vitoria habían hallado, al fin, reparación, después de tantas críticas. La ley no es Ley por el solo hecho de emanar de la autoridad, un mínimo contenido de justicia es exigible a la misma. La obediencia debida a la norma no es causa eximente de responsabilidad cuando su contenido es la puerta abierta a los más horribles crímenes. Y, enlazando con lo señalado, y desde la óptica constitucional, Nuremberg influyó, siquiera de manera indirecta, en la generalización en las Constituciones de posguerra del control de constitucionalidad de las leyes: lo que aprueban las mayorías no siempre es justo, y, a partir de entonces, conforme a Derecho. La Constitución, en cuanto “higher law”, pondrá límites infranqueables por encima de cualquier apelación al principio democrático.
Por otro lado, desde una perspectiva histórico-política, Nuremberg inaugura una nueva época. Hasta entonces todas las guerras terminaban en un tratado, fruto del cual se concertaban matrimonios regios, se cedían territorios, se imponían penalidades económicas… Pero la II Guerra Mundial tuvo una dimensión desconocida en anteriores conflictos: a la guerra total había de seguir la “paz total”, y ésta sólo podía obtenerse con la comparecencia de los principales responsables ante el tribunal de la Historia, en este caso ante uno concreto. Se podrá aducir que el veredicto ya estaba predeterminado, que no existía un juez natural o que solo se analizaron parcialmente algunos aspectos, pero lo que es innegable es que Nuremberg supone el primer y casi único intento de impartir justicia “hic et nunc” tras una terrible contienda entre Estados. Podía haberse ejecutado a los prisioneros sin juicio o tras uno sumarísimo, como había ocurrido en el pasado; en lugar de ello, ante la gravedad de lo acaecido, se prefirió el proceso como marco para que el mundo conociera la verdad de lo innombrable. En este sentido, quien relea hoy las actas del juicio se dará cuenta de que Nuremberg no fue sólo eso, un proceso, sino que constituyó una auténtica investigación histórica, un exhaustivo análisis de las causas y de los hechos que desencadenaron el conflicto y, especialmente, de los horrores cometidos por el terror nazi. Todavía hoy sorprende el ingente material documental (además de la rapidez con la que fue reunido y, lo que es más importante, analizado) manejado en la causa. Alguien podría decir que con innegable presunción, pero también con asombroso acierto, Nuremberg fijó la realidad de lo acaecido, hasta el punto de que la mayoría de sus conclusiones han sobrevivido al paso del tiempo y de multitud de investigadores posteriores (entre otros aspectos, gracias al proceso se conoció, no con poca polémica, el protocolo de repartición de Polonia incluido como anexo en el Pacto germano-soviético de no agresión de 23 de agosto de 1939). Al respecto Raymond Aron pudo decir que gracias a Nuremberg el estudio histórico había ganado diez años, lapso que hoy incluso se antoja corto.
Con gran secreto, en la madrugada del 16 de octubre de 1946 las cenizas de los cadáveres incinerados de los acabados de ajusticiar fueron arrojadas al río Isar. El New York Times escribió por entonces: “La ceniza es inocente. Las cenizas de los inocentes y de los criminales están compuestas por los mismos elementos, han sido aventadas por los mismos vientos, han sido mezcladas con las mismas aguas. En medio de estos días tan oscuros hemos de confiar y rezar por un nuevo mundo”.