Hay rumores que apuntan que altas instituciones del Estado son objeto de graves chantajes, que lanzan algunos jefes del hampa. Es obvio que todo chantaje es como una siempreviva amarilla: crece entre peñascos, en tejados y arenales; apenas necesita sustrato porque no es una planta de fecundidades; tampoco requiere agua; reverdece en febrero y se luce cuando más calor hace. Es decir, es una planta de secarral, terreno baldío y esterilidad segura, no es preciso echarle abono, ni regarla porque rebrota sin cultivo, una y otra vez. Si vale la metáfora, el chantajista merece igual tratamiento. Por el contrario, si las instituciones y la sociedad ceden al chantaje, ello es un síntoma de enfermedad (in-firmitas) social.
La salud de la sociedad, igual que ocurre en los organismos vivos, ha de contar con su propio sistema inmunológico que, sin dar alaridos, ni dictar sentencias, ni tirar pelotas de goma, expulse silenciosamente todos los elementos amenazadores que atentan contra su integridad y equilibrio, sean chantajistas, corruptos, arribistas que sobrepasaron su nivel de incompetencia, etc. No se trata de sustituir las medidas de higiene existentes, sino proceder a una regeneración constante, sistemática y universal, comenzando por el propio yo individual.
La mitosis celular hace que un organismo, tal que el cuerpo humano, renueve todos sus tejidos en un ciclo de ocho años. La vida convive con la muerte de forma ordinaria, como dos buenas vecinas, que se llevan bien, sin vociferar. Es la regeneración biológica, callada y firme.
La dimensión psíquica sigue este mismo modelo. Hay una renovación persistente de los pensamientos, gustos, proyectos y expresividad de la persona, sin que ésta se lo proponga. Por inercia, a remolque del cambio de las circunstancias que nos albergan, sin hacer nada adrede, mantenemos un proceso de cambio constante de la estructura mental, cognitiva y emocional.
En la comprensión holística de la persona humana, la componente social, no sólo es la tercera dimensión del hombre, sino la vía que lo ha humanizado. Sin interacción, no seríamos viables como especie, ni el homínido hubiera llegado a sapiens, sapiens. Somos lo que somos, gracias a la convivencia. Y ésta ha de salvaguardarse ajustándonos a sus exigencias, a tenor del modelo, biológico y psíquico, de regeneración persistente.
La convivencia es posible sobre la base de valores, que están en el origen, nos acompañan durante el desarrollo y pertenecen al futuro. Los valores son el sustrato de soporte, los nutrientes que alimentan la convivencia y la razón de ser de su organización. En los valores se enraízan las pautas que regulan la vida comunitaria, que primero fueron costumbres y luego se estructuraron como leyes. En la procesión de la humanidad, la Moral precede al Legislador. ¡Quién lo fuera a decir! No obstante la exclamación, reyes y plebeyos hemos de ajustar nuestro individualismo narcisista, ególatra y montaraz al nicho de la vida en sociedad.
Reparemos en valores como solidaridad, libertad e igualdad. Siempre andamos a vueltas con la Revolución Francesa, nos pongamos como nos pongamos. Quizás sea porque, tras el fracaso de las teocracias, el hombre se queda a solas con sus razonamientos y tiene que inventar y desarrollar su mismidad individual y colectiva.
La libertad es como la línea del horizonte: ni cielo, ni tierra; una entelequia que siempre mantiene las distancias. María Zambrano la definía como una esperanza rescatada de la fatalidad. La esperanza, en efecto, siempre queda más allá. Cuánto más la perseguimos, más lejos se nos antoja. Sin embargo, al mirar, siempre encontramos la línea del horizonte como testigo mudo del presente real y esperanza del porvenir. El horizonte es la garantía del proyecto. Necesitamos la libertad, como aspiración suprema, hasta llegar al País de Jauja de Brueghel el Viejo, o algún otro lugar de ataraxia que se le parezca. Porque, realmente, sin esperanza no es posible vivir.
Con la igualdad nos ocurre algo parecido. Si es palabra de político, resulta un flatus vocis; un señuelo oportunista, tanto declaración retórica para frontispicio de constitución, como flauta mágica para seducir. Pero, la paz social se apoya en el deseo de igualdad entre los seres humanos, al menos como tendencia. Sin duda, es otra ambición de futuro con la que hemos de trabajar para evitar la fractura social y a sabiendas de que no es posible la igualdad otorgada.
En cambio, sí podemos construir la igualdad, desde la educación. Cada ser humano nace igual a sus semejantes, viene dotado con más de cien mil millones de neuronas (la cifra no hace al caso, porque nadie ha tenido paciencia de contarlas), que son la base de la inteligencia cognitiva, emocional y social. Luego, el desarrollo comienza a ser diferencial desde la cantidad de proteínas que ingiere el niño, los estímulos y afecto que recibe y los retos que su educación le presenta. La igualdad será fruto de la generosidad y empatía de los educadores, por una parte, y del esfuerzo del educando, por otra.
La fraternidad revolucionaria ha quedado en solidaridad posmoderna, porque aquella apuntaba a los cielos, al demandar una paternidad común, mientras ésta nos remite al suelo, a lo sólido, a la solidez de los cimientos de donde arranca el edificio. La sociedad nació por deber de solidaridad, para defenderse juntos, hombres y mujeres, frente a los depredadores. La paradoja es que hoy el depredador es el propio hombre, que ha convertido el consumo propio en delirio tremendo. El consumidor ha entrado en trance y pretende devorar al planeta, sin parar mientes. De alguna manera y en privado, el hombre, desarrollando sabiduría estoica, ha de defenderse de su propia voracidad, atemperando la ansiedad. Cada uno la suya.
Antes se me escapó la palabra empatía. Sin duda, otro valor fundamental. La empatía es el lugar donde se encuentra la subjetividad propia con la subjetividad ajena, con ánimo de comprenderse mutuamente. Si lo consiguen, nos acercamos a algún tipo de concertación; si no, andamos hacia el conflicto. Cuando no labramos la convicción, se envalentona la pasión. La empatía forma parte del sistema inmunológico de la sociedad; es un antivirus, que ha de entrenarse como antídoto de la violencia. Por ello, sirve a la higiene de la sociedad.
Otro medio de regeneración social permanente es la justicia. Para que la sociedad tenga justicia, sobre todo distributiva, los derechos y toda su parafernalia son imprescindibles; pero, no suficientes. Los derechos son caros e inviables, si no hay una economía sana. Y toda salud, ya sabemos que es una cuestión de equilibrios. Con la ley del embudo no hay justicia posible, ni estabilidad social. Ni siquiera cuando es el propio Estado quien dicta esa ley, o ésta beneficia a sus servidores, o a ciertos oligarcas, a costa de restringir las consecuciones de los demás administrados. A título de ejemplo, un socialista, perteneciente a la izquierda-caviar, claro, creó por Real Decreto las SICAV. Desde entonces, la deuda pública ha crecido hasta rebasar el 100% del PIB…No es esto, señores, dijera Ortega.
No me gustará derivar hacia un sermón. En todo caso, al hablar de valores, siempre aterrizamos en el individuo. Mi reflexión de hoy la hago, ante todos y para mí mismo, siguiendo el mantra taoísta que dice: “Cuando yo dejé de ocuparme de los demás, ellos se ocuparon de sí mismos. Entonces, pude ocuparme de mí mismo. Y tuve mucho trabajo”. Luego, la comparto por si sirve a otros. Y es que la regeneración es un asunto basal.