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Modelos de masculinidad

José María Herrera
sábado 21 de junio de 2008, 20:45h
En fin, ya sabemos de qué va el Ministerio de Igualdad. El estreno parlamentario de su titular nos ha hecho felices por un rato. Hasta el caballo de Calígula parece haber salido fortalecido con sus palabras. Política naíf y retórica de extrarradio, nada de lo que no pueda ocuparse cualquier reportero.

Aunque ha sido divertido, ahora debemos ir pensando en elevar el nivel. El éxito social de gente sin cultura amenaza con sumirnos en una situación de necrosis espiritual colectiva. Un poco más y la ignorancia acabará convirtiéndose en un eficaz instrumento de emancipación.

Yo, particularmente, comenzaría hablando de los modelos de masculinidad. El asunto es viejo y tiene cierta enjundia, pero el debate no será fácil mientras parte de los interesados, con una actitud más propia de las Arpías que de Palas Atenea, piense que sólo hay dos, dos modelos, el bueno y el malo, y que los varones, corrompidos por una suerte de estigma original, se hallan culpablemente instalados en el último. Tal actitud imposibilita el diálogo, pues nadie que respete su libertad va a aceptar nunca que se le responsabilice de los abusos cometidos desde la época en que la especie se agachaba a recoger raíces y yerbajos.

Está también el problema del apabullante desconocimiento de la Historia de que suele hacerse gala cuando se abordan estas cuestiones. El pasado entero queda reducido a un par de fórmulas incontrovertibles que impiden cualquier discusión. Lo único que se puede hacer contra esto es combatir la ignorancia y la mistificación con la ciencia, pero la ciencia, en un mundo al que le cuesta admitir la existencia de un más allá de las diez primeras entradas de google, tiene cada vez menos influencia pública. Consecuencia de ello es que personas que han llegado a lo más alto sin salir de lo más bajo obren como si la Historia hubiera estado esperándoles precisamente a ellos para poner las cosas en su sitio.

La intervención de la ministra, lo que podríamos llamar el debut del buen salvaje en la vida parlamentaria, tiene mucho de esto. El buen salvaje viene de la naturaleza, lo que es como decir de ninguna parte. Se encuentra con la realidad histórica como lo haría un ser puro, incontaminado, que percibe claramente la raíz de todos los males sociales y sabe, porque viene de fuera, cuál es la solución. De ahí que su primera medida sea la de definir de nuevo la realidad, empezando por aquello a lo que atribuye la culpa de dichos males. Se trata más o menos de esto: hay que cambiar el modelo masculino, fuente de los desaguisados presentes y pasados, pues mientras ello no se haga, la equiparación de los sexos será una utopía.

Yo, como soy un poco filósofo, no se nada de soluciones. Mi competencia llega justo donde terminan los problemas. Pero conozco los problemas. Por eso, en vez de corregir a la ministra y a los que piensan como ella, quiero llamarles la atención sobre un óleo de Goya en el que se plantea el asunto que nos ocupa: Hércules y Onfalia.

La historia es esta: para purgar el asesinato de Ífito, a quien ha matado en un arrebato, Hércules es condenado por Apolo a servir como esclavo de Onfalia, reina de Lidia. Ésta lo humilla durante un año obligándole a vestir ropas de mujer y a realizar sus tareas, hilar y coser. Goya representa al héroe en el momento en que trata de enhebrar una aguja. Aunque viste la armadura del guerrero, lleva una falda. Una criada le sujeta la espada, símbolo de su hipotecada masculinidad. La reina, con aire burlón, permanece sentada muy cerca de él. Su postura es provocativa: piernas abiertas, el brazo en jarras, los hombros desnudos, un pecho al aire. Hércules, sin embargo, no presta atención a los encantos de la reina. Lo único que le importa es introducir el maldito hilo en el ojo de la aguja, una tarea que, al parecer, le resulta más difícil que limpiar los establos de Augias.

¿Qué ha querido decir Goya con esta pintura? No hay que ser muy perspicaz para vislumbrarlo: estamos ante una metáfora de la impotencia. Su causa es la situación del héroe, una situación que es mala no porque los papeles sexuales se hayan invertido y deba hilar y coser, sino porque debe someterse a una voluntad que no es la suya. Nadie, ni siquiera Hércules, arquetipo del vigor viril, puede soportar sin menoscabo un destino impuesto desde fuera. Lo mismo podría decir cualquier mujer si, al igual que la esposa de Lot, volviera la vista atrás, a la historia, y se olvidara de mirar adelante. Es innegable (Goya lo sabía muy bien, como lo demuestra El Pelele, una tela en la que cuatro mujeres mantean a un muñeco cuyos rasgos –trenzas a la francesa, colorete en las mejillas y ropa a la moda- son los del petimetre) que el hombre y la mujer condicionan con sus gustos el modelo de feminidad o masculinidad vigentes en cada época, pero si van más allá, si la mujer quiere definir lo masculino o el hombre lo femenino, el resultado es siempre el mismo: una atroz impedimento.

Y ahora, para terminar, una pregunta retórica: ¿no les parece que el lugar donde mejor cumpliría su función este cuadro sería el recién estrenado despacho de la ministra de igualdad?
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