Kazuo Ishiguro suele tomarse su tiempo entre la publicación de sus novelas. La anterior de este autor -nacido en Nagasaki en 1954 pero afincado en Inglaterra desde 1960, en cuyas universidades de Kent y de East Anglia estudió-, apareció hace más de una década también en Anagrama que cuenta en su catálogo con la mayor parte de la obra de Ishuguro, entre cuyos títulos, algunos llevados al cine, se encuentran, entre otros, Nunca me abandones, Cuando fuimos huérfanos, Los inconsolables y Los restos del día, trasladada a la gran pantalla por James Yvory con el título de Lo que queda del día, y memorables interpretaciones de Anthony Hopkins y Emma Thompson. Frente a otros escritores que no ven con buenos ojos las versiones cinematográficas de sus novelas, quizá porque siempre se esté a vueltas con las posibles traiciones, simplificaciones, tergiversaciones… de los originales, Ishiguro -guionista ocasional, aunque no de sus novelas-, ha señalado recientemente que “la relación entre cine y literatura es importantísima y una de las razones por las que los libros se mantienen en el centro de nuestra cultura, pese a que hace 20 años todo el mundo decía que la novela estaba acabada”.
Junto a esta postura sobre el nexo entre la literatura y el Séptimo Arte, caracteriza a Ishiguro su excelente capacidad para tomar el molde de géneros establecidos y con reglas más o menos fijas e insuflarle, con talante posmoderno, nueva vida y un sello personal. Lo hizo, por ejemplo, con la novela negra en Cuando fuimos huérfanos, y la creación del singular detective Christopher Banks que deba enfrentarse al caso más intrincado: la desaparición de sus propios padres. También jugó con los géneros en Nunca me abandones, en esta ocasión con la ciencia-ficción, presentándonos una distopía empaquetada a modo de Bildungsroman (novela de aprendizaje) que nos lanzaba, en el fondo, inquietantes preguntas en torno al asunto de la identidad.
Precisamente esta cuestión de la identidad es el subsuelo de El gigante enterrado, que será llevada al cine próximamente. Ishiguro se adentra ahora en otro género, en el territorio del histórico-fantástico, para trasladarnos a una Inglaterra medieval, más o menos entre los siglos VI y VII, y donde hay referencias a la literatura del ciclo artúrico a través, sobre todo, del mítico personaje de Sir Gawain, sobrino del rey Arturo y caballero de la Mesa Redonda. El novelista británico nos lo presenta en su ancianidad, vagando por unas tierras con mucho de legendarias a la búsqueda de un asesino dragón hembra que se oculta en las montañas. Porque Ishiguro puebla su narración de dragones, ogros, trasgos y otras extrañas criaturas que transitan por un desolado paraje de tierras infecundas donde todavía no se ha secado toda la sangre derramada en la cruenta guerra entre británicos y sajones. Y, donde, y esto es lo decisivo, se ha extendido una terrible niebla que ha sumido a sus habitantes en la desmemoria.
Una desmemoria que entraña un asunto capital, pues introduce el interrogante de hasta qué punto es positivo o no que determinados “gigantes”, esa carga de recuerdos dolorosos, de enfrentamientos y de disputas, tanto en un plano individual como colectivo, salgan a la luz, se gestionen, o permanezcan “enterrados”. Una cuestión que toca puntos trascendentales, empezando por el de la identidad al que antes aludíamos, ya que en la de cada ser humano, y también en la de cada país, los recuerdos constituyen un elemento quizá irrenunciable.
En ese paraje yermo, sitúa Ishiguro a los protagonistas de su última novela, una pareja de ancianos formada por Axl y Beatrice -reparase en la elección de los nombres, realizada no por azar-, que emprenden un viaje para encontrar a su hijo, que se fue hace mucho tiempo. Las dificultades intrínsecas de ese periplo se agravan porque el matrimonio no se acuerda de esa marcha, ni de sus motivos, ni de su destino, ni de nada que pudiera proporcionarles una pista. En su odisea, Axl y Beatrice habrán de enfrentarse a no pocos peligros y se toparán con numerosos personajes. Uno de los primeros resulta especialmente significativo en cuanto que encuadra el sentido último de la fábula, relacionado con el misterio del amor, del buen y mal amor, de la culpa, del perdón, y de la muerte.
Axl y Beatrice se encuentran con un enigmático barquero encargado de llevar en su barca a quienes deben ir a una no menos enigmática isla. En ese traslado las parejas desean ir juntas pero raramente sucede así, como el mismo barquero les explica: “Alguna que otra vez se puede permitir a una pareja cruzar a la isla juntos, pero es algo muy poco habitual. Requiere que exista entre ellos un fuerte lazo de amor”.
Averiguarlo es tarea difícil, porque, como le señala Beatrice al barquero, “¿no resulta arduo descubrir lo que de verdad anida en los corazones de la gente? Las apariencias engañan con mucha facilidad”. A lo que este le responde: “Eso es cierto, buena señora, pero nosotros los barqueros hemos visto tantas historias a lo largo de los años que no nos lleva mucho tiempo descubrir los engaños. Además, cuando los viajeros hablan de sus recuerdos más preciados, les resulta imposible disfrazar la verdad. Una pareja puede proclamar estar unida por los lazos del amor, pero nosotros los barqueros podemos descubrir en lugar de amor resentimiento, rabia e incluso odio. O una gran esterilidad. En ocasiones miedo a la soledad y nada más. Un amor perdurable que se ha mantenido a lo largo de los años es algo que vemos muy raramente”. No hace falta señalar las conexiones de este barquero con Caronte.
¿Recuperarán Axl y Beatrice sus recuerdos? ¿Y el resto de los habitantes de la tierra donde viven? El gigante enterrado fusiona con maestría varias tradiciones en una historia muy bien construida, donde la magia, la fantasía, no son una herramienta para escapar de lo real y sus grandes interrogantes. Una historia en la que Ishiguro no recurre a la habitual primera persona de su novelística, sino a un narrador que se dirige a nosotros como si nos estuviera hablando al calor del fuego en una fría noche, como si nos hubiera dicho: “Érase una vez…”. Un narrador con su punto de ironía, como cuando “aclara” que en ese momento a Axl y Beatrice les era muy complicado orientarse en campo abierto, pues “todavía no disponíamos de los setos que hoy en día dividen tan amablemente la campiña en campo, camino y pradera”. Ishiguro nos ofrece una novela donde la carga simbólica de su trama no obstaculiza el disfrute de su lectura.