Cuando de una novela se dice que es un experimento literario, pueden pasar dos cosas: que se trate tan solo de un intento, algo burdo, de vender la obra como algo novedoso en un mundo donde a menudo se repite que ya está todo escrito y contado, o que realmente estemos ante un reto llevado a cabo por un autor con mayúsculas. Cáscara de nuez lleva la firma de Ian McEwan que es, precisamente, padre de una obra en mayúsculas; así que el primer gesto es acomodarse bien en el asiento para empezar una lectura que difícilmente podrá dejar indiferente al público.
Porque McEwan publicó en 2001 Expiación, obra maestra no de un género, sino de la literatura universal. Y es responsable de otros títulos tan notables como Amor perdurable, Sábado o Solar. Por tanto, no es de extrañar que su última obra fuese aguardada con entusiasmo por parte de un buen número de lectores, y de una cifra no menor de críticos con ganas de hacer sangre o alabanza.
Para empezar, Cáscara de nuez sí tiene trazas de experimento. En primer lugar, por lo insólito del narrador utilizado. Un feto, que todo lo cuenta desde el vientre de su madre. Hubo quienes se llevaron las manos a la cabeza nada más conocer este dato: es imposible sostener con acierto a un feto como narrador de historia alguna, por mucho que nos hallemos en pleno siglo XXI. Sin embargo, y pasada la sorpresa inicial, el feto (de aquí en adelante referido como narrador) logra incrustar al lector en la historia sin que su voz resulte grotesca.
Es verdad que McEwan construye una voz con tendencia a filosofar (¿qué otra cosa podría hacer un embrión enjaulado en un útero?), y que en algunos pasajes concretos se desliga ligeramente de la línea de continuidad tan bien construida a lo largo de todo el relato. Pero la elección del narrador, aparte de su originalidad y peculiaridad, funciona a lo largo de toda la novela.
La otra parte experimental, aunque menos, está vinculada a la categoría o género en que se la pretendiese enmarcar. No es novela negra, mucho menos comedia, pero algo hay de ambas. Como ha demostrado en obras anteriores, el escritor británico cuenta con una gran facilidad para crear atmósferas de suspense de una manera muy personal, a través exclusivamente de los personajes. Son sus diálogos, sus actos, sus pensamientos los que imprimen ritmo a los sucesos que, desnudados de estos factores, pueden por momentos llegar a ser incluso triviales.
Cáscara de nuez es el relato de un crimen, de la planificación y consumación de un asesinato. Trudy es la madre que lleva al narrador en su vientre y esposa de John, un poeta que juega todas sus cartas a favor de nuevos talentos de un mundo literario tambaleante. Claude es el hermano de John, y amante de Trudy, con quien se confabulará para acabar con el desdichado poeta y heredar así la mansión que este tiene a su nombre, cuyo valor de mercado oscila entre varios millones de libras.
No hay trampa, McEwan lo muestra desde las entrañas del título: hay mucho de homenaje al Hamlet de Shakespeare. Pero no desperdicia su talento en confeccionar un remake moderno de una de las piezas teatrales más reconocidas del planeta; no, porque el punto de vista escogido convierte el relato en algo distinto, en algo más. Sin renunciar a su característico humor negro, que tan bien combina con la ironía y con una capacidad profunda de reflexión y cuestionamiento, somos testigos de un crimen en parte pasional, en parte oportunista, y a la vez terminamos implicados en debates que aluden a muchas de las grandes cuestiones de actualidad.
El cambio climático, la mengua de las grandes políticas, las religiones, los fanatismos, son todos temas que tienen su pequeño papel mientras el asesinato parece ocupar el relato central. Pero materias que pueden resultar tan trilladas, gozan aquí de la lucidez y la mordacidad con que una mentalidad como la de McEwan puede tratarlas. Él no busca posicionamientos, no alecciona; abofetea, siempre, y lo hace con un estilo que no se bambolea nunca en cuanto a elegancia y contundencia.
La construcción de los personajes no llega a los niveles de profundidad que podemos encontrar en otras obras de este escritor, quizá porque la elección de este narrador concreto tenga estas limitaciones. No hay que entender las limitaciones como algo negativo, por supuesto. Hay plena consciencia de ello, y por tanto la exposición y descripción de las personalidades que entran en juego lo hacen bajo un código menos habitual. Que, afortunadamente, funciona.
Lo único que puede parecer un poco apretado (y eso es digno de admiración, teniendo en cuenta la estrechez del hueco desde donde se nos relata todo), es el desarrollo del final. Quizá la precipitación de los hechos concuerde en realidad con el carácter de los dos personajes confabulados, pero el ritmo que veníamos siguiendo hacía esperar otro tipo de resolución. No tanto en su fondo como en sus formas.
En todo caso, McEwan brinda una vez más una novela donde la literatura vuelve a ser tratada como lo que realmente puede ser: un terreno extenso y fértil donde plantar mil y una ideas, donde hacer brotar reflexiones conjugadas a la perfección con pasajes de puro entretenimiento, de puro humor, de lectura ávida.
Recurre como tantas otras veces al dominio exquisito que tiene de la prosa para no solo brindar un homenaje a una tragedia clásica, sino para construir una pieza exclusiva, con un feto afectado por las copas de vino y otras bebidas de alta graduación que ingiere su madre hablándonos de la vida. Una ironía a la altura de Ian McEwan, una lucidez compartida con pocos autores contemporáneos, y en la que hace partícipe de nuevo a las masas.