Cualquier miedo que atenace a una persona es susceptible de hacerse todavía mayor si en él se involucra a un niño. Todo acto atroz cobra unas dimensiones más grandes y difíciles de tolerar si al hablar de víctimas nos referimos a unos pequeños críos que no han tenido oportunidad de entender la crueldad que habita el mundo. Canción dulce, novela con la que Leila Slimani (autora marroquí afincada en Francia), ha obtenido el prestigioso Premio Goncourt el pasado año, no solo ataca con instinto incisivo esta cuestión, sino que además retrata cómo esa misma crueldad se vuelve incomprensible para aquellos mismos que la alimentan. Quizás porque, en realidad, existe la posibilidad de que sea la crueldad quien se alimente de ellos.
En esta novela con apariencia de thriller, ha sido un hecho real el que ha servido de inspiración para construir una trágica historia. Myriam y Paul son un joven matrimonio con dos hijos (Mila no sobrepasa los cuatro o cinco años, Adam es un bebé), a los que sus respectivos trabajos no han dejado otra opción que contratar a alguien que cuide a diario de los pequeños mientras ellos están fuera. Así es como Louise irrumpe en la vida de los cuatro. Una niñera en apariencia cándida, segura, atenta, que se va ganando no solo la confianza de padres e hijos, sino su propio poder dentro del hogar. Louise se encarga de todo: mantiene pulcra una casa que antes estaba infectada de un ambiente mustio, logra tener a los niños contentos, prepara la cena para los padres e incluso para los amigos de estos… Su sola presencia elimina el aire viciado y la sensación de pesadez que antes envolvía a la sencilla familia.
Pero, a medida que el tiempo avanza, prospera también lo que el narrador quiere dejarnos ver sobre la verdadera vida de Louise, aquella que transcurre fuera de las cuatro paredes del hogar al que en realidad no pertenece. Un pasado oscuro pero no irreal, no exagerado. Un recorrido vital que la ha estropeado, que la ha herido, y al que ha intentado sobreponerse. Aunque esas experiencias la han marcado de tal manera que terminan invadiendo su trabajo, su responsabilidad al cuidado de Mila y Adam. Y han nublado también la percepción del lugar que ocupa en la casa que anhela sentir como propia.
Mediante una prosa austera, con un estilo aséptico dominado por frases cortas y desentendido de todo exceso de descripción, el ritmo con que la historia avanza no solo incita a pasar las páginas sin querer conceder una pausa. La dosificación medida de información, de progresión en los hechos, convierte esta obra en algo más, o distinto, a lo que sería un thriller convencional. Slimani construye un drama capaz de entrecortar respiraciones, que funciona al mismo tiempo de retrato social. La dureza y el realismo con que se despliegan las acciones permiten ser testigos de una sociedad donde la felicidad y el desamparo se entrecruzan cada día por las calles, en el ascensor, en cada vivienda.
Sin aspirar a realizar un giro sorprendente, sin reservarse un final inesperado (la novela se abre con el macabro acto que cierra esta historia particular), Canción dulce se convierte en una especie de abordaje, donde sin temor se analizan miedos, frustraciones y contradicciones de un mundo que hoy nos puede resultar muy distante, y llegar a ser mañana mismo el nuestro propio.
Con una sobriedad muy lograda y pensada, la narración se desliza por aquellos recovecos del alma humana donde parece brillar la luz, pero que en un detenido examen con lupa acumulan polvo y otras suciedades mayores. Por eso resulta notable, también, que a pesar de lo inquietante y escabroso de la historia no se desprenda de ella una vaharada de crítica o enjuiciamiento, sino que el objetivo principal busque inquietar al lector, situando ante su mirada los hechos de tal modo que él mismo sea quien pueda pasar por tal proceso de digestión: el de asimilar lo unidas que realidad y ficción están, aun cuando los actos de las personas resultan ser tan sombríos. Tan poco dulces como sí podría serlo una canción.